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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Dia de la mujer

Actualizado: 8 mar 2022

Antonella se levantó temprano aquel sábado 25 de noviembre de 1911 sin saber que lo haría por última vez. Hacía solo dos años que trabajaba en la fábrica ShirtwaistTriangle de Nueva York. Sin embargo a ella le parecía toda una eternidad. Dos años desde que ella y su marido habían emigrado a La Mérica huyendo de las consecuencias del proceso de unificación de Italia, de la esterilidad de sus tierras, del extraño parásito que destruyó sus viñas, de los brotes de cólera, de la malaria, de la pobreza, del hambre,... de la desesperación. Hacía ya dos años que habitaban en una tierra extraña y hostil que aún no habían conseguido convertir en su hogar.

Cuando la situación en Sicilia se tornó insoportable, la familia decidió invertir lo poco que tenían en dos billetes para escapar hacia El Dorado aprovechando el abaratamiento de los viajes transatlánticos. No había suficiente dinero para viajar con sus familias, de manera que los padres de ella y los de su marido tuvieron que quedarse en Sicilia a la espera de que ellos ahorraran en América la cantidad necesaria para sus pasajes. Sin embargo, el tiempo pasaba y el dinero apenas alcanzaba para que ellos pudieran subsistir en el zulo en el que residían.

Antonella miró a su alrededor mientras mordisqueaba un trozo de pan que se obligaba a comer cada mañana. Vivían en un mísero apartamento de una sola estancia en la que hacían vida, si a eso se le podía llamar así. Un cubículo mal iluminado, sin la ventilación adecuada y con un diminuto cuarto de baño. Un sofá raído, una mesa vieja, dos sillas de mimbre, un único armario que utilizaban para guardar la ropa y la comida y una vieja cocina de gas era todo el mobiliario de la estancia. Además del colchón usado que colocaban sobre el suelo y cubrían con sábanas y mantas viejas para poder dormir.

Sobre él se encontraba en esos momentos su marido. Él no trabajaba los sábados. Antonella pensó que le vendría bien descansar. Tres días antes había tenido un accidente mientras trabajaba pavimentando las calles y se había quemado el antebrazo derecho. El mismo brazo que ella observaba vendado sobre las mantas; las mismas vendas con las que había tenido que regresar al trabajo al día siguiente.

¡Qué diferente había resultado ser la vida que los esperaba en América de la que ellos se habían imaginado! La crisis económica, los prejuicios, la xenofobia, la hostilidad de la población autóctona… “América para los americanos”, le habían gritado a la cara mientras caminaba por la calle en más de una ocasión. Todo ello le hacía preguntarse si había valido la pena el cambio. Si merecía la pena todas las miserias que pasaban para poder enviar a su familia los escasos dólares que conseguían ahorrar a final de mes. Por lo menos en Sicilia solo había que temer al hambre; no a las gentes. Aquel sí era un verdadero hogar. Las tristezas eran compartidas y hacían vida al aire libre aunque sufrieran estrecheces en las casas. Sin embargo, aquí pasaban los días sin que pudiera ver la luz del sol y, aunque habían logrado mantener sus costumbres con otros inmigrantes y crear una pequeña villa italiana en Manhattan, el miedo a lo que algún día cualquier extremista anti inmigrantes pudiera acometer contra ellos siempre estaba presente.

Antonella se terminó el trozo de pan y comenzó a prepararse un bocadillo para soportar la larga jornada que le esperaba. No sabía si podría comérselo, ni cuando. En la fábrica no estaba estipulado un tiempo para comer. Pero de lo que estaba segura es de que debía hacerlo si no quería caer enferma como alguna de sus compañeras. Las normas de la fábrica eran abusivas; todo el mundo lo sabía. Habían sido la causa de la huelga de las camiseras justo cuando ella empezó a trabajar dos años atrás. La huelga duró once semanas. No obtuvieron mejoras en las condiciones laborales. Solo la frustración que les dejó una lucha estéril que estaban condenadas a perder desde el principio. Luego las aguas volvieron a su cauce y ellas, a sus precarias condiciones laborales. Continuaron trabajando doce horas seguidas tras las cuales ella volvía a su pequeño apartamento sin que la luz del sol hubiera rozado un solo centímetro de su blanquecina piel.

Además, ahora no podía permitirse perder su empleo, pensó acariciando su abultado vientre. Dentro de muy poco habría una boca más que alimentar y el dinero les iba a ser más necesario que nunca. Con esos pensamientos, Antonella envolvió su bocadillo en papel de periódico, lo introdujo en un bolso, se arrodilló con esfuerzo para besar a su esposo que todavía dormía sobre el colchón en el suelo, y salió al frío de la calle sin saber que ya no regresaría.


Ya en la fábrica, en el noveno piso del edificio ASCH situado en Square Park, en el corazón de Manhattan, el tiempo pasaba lentamente. A Antonella le dolía la espalda de no haberse levantado durante horas de aquella maldita silla. También le escocían los ojos de mantener la vista fija en la aguja de la máquina de coser que no cesaba de perforar la tela acompasada por el movimiento de sus pies. El ruido de las máquinas en aquella sala diáfana era ensordecedor. Las largas jornadas de trabajo cada día se le hacían más insoportables. Le molestaba el hecho de tener que pedir permiso para ir al lavabo y que la miraran mal si lo hacía en más de una ocasión. La enfurecía tener que trabajar durante doce horas seguidas por un salario ínfimo y no tener tiempo siquiera para comer; sentir que tenía que trabajar sin descanso bajo el yugo de las miradas de sus vigilantes sin poder respirar tranquila. Aquello no era un trabajo. Aquello era un suplicio al que debía someterse día tras día y del que no estaba segura cuánto tiempo más podría soportar.

Disimuladamente, detuvo el movimiento de sus pies y arqueó su espalda. Pudo ver cómo la compañera de delante daba una calada a un cigarrillo a escondidas bajo su mesa. Ella miró con desesperación la punta del papel de periódico de su bocadillo escondido sobre su mesa. Su estómago rugió por encima del sonido de las máquinas. Llevaba más de seis horas sin llevarse nada a la boca y la notaba pastosa y seca. Sin embargo, ante el recuerdo de lo que escondía el papel de periódico comenzó a salivar. Buscó con la mirada dónde se encontraban los vigilantes en aquella sala llena de ruidos y se percató de que ambos se hallaban lo bastante lejos para que ella se aventurara a sacar su tesoro y darle un par de bocados que le supieron a gloria bendita. Casi de forma instantánea notó el movimiento de su bebé en la barriga agradeciendo el alimento. Él también lo había estado esperando durante largas horas. Volvió a regalarse otro gran mordisco, con el que casi se atragantó, antes de devolver el bocadillo a su escondrijo a salvo de miradas inquisidoras. Después se quitó los restos de migas de la boca y volvió a mover los pies sobre los pedales y a acompañar el movimiento de la tela con sus manos a ambos lados de la aguja. Pensó que ella era como ese trozo de tela en la que trabajaba: perforada día tras día y sin ninguna escapatoria. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué no había sido capaz de encontrar otra salida que no fuera aquella oscura fábrica clandestina a un paso de la esclavitud?

Antonella intentaba no pensar en ello. Y, sin dejar de mover los pies sobre el pedal de la máquina, llevó una de sus manos hasta la frente para deshacerse de unas gotas de sudor. Hacía mucha calor. Detuvo el pedaleo para desprenderse del pañuelo oscuro que llevaba sobre sus hombros y lo colocó sobre el respaldo de su silla. Observó que la camisa blanca que vestía estaba empapada bajo las axilas y en la espalda. No sabía por qué sentía tanta calor. Pensó que quizá fuera a causa del embarazo. Volvió a colocar los pies sobre el pedal y las manos sobre la tela y, aunque mareada, siguió trabajando.

Al cabo de pocos minutos se percató de que al fondo de la sala se había formado un pequeño revuelo con algunas compañeras y que uno de los vigilantes les instaba a seguir trabajando aún bajo las protestas de aquellas. No alcanzaba a discernir el motivo del barullo, pero otras compañeras de la parte media de la sala se levantaron de sus asientos y se dirigieron a las ventanas. Enseguida el bullicio se hizo más evidente y las máquinas iban dejando de sonar para dar paso a susurros asustados que anunciaban un mal presagio. El nerviosismo se fue contagiando como un mal virus y ya casi no había trabajadoras sentadas en sus sillas. La mayoría habían dejado sus máquinas y andaban temerosas de un lado a otro sin parar de gritar.

Antonella, todavía desde su asiento, observaba como muchas de sus compañeras se dirigían hacia la salida del fondo de la sala en medio de una gran confusión y golpeaban las puertas con sus puños. Fue entonces cuando lo oyó: “¡Fuego, fuego!”. Volvió la vista hacia las ventanas y pudo ver el humo negro escalando a través de ellas. Se giró hacia atrás y fue testigo de como un grupo numeroso de compañeras emprendía la huida por las escaleras de emergencia. Sin embargo, ella todavía tardó un poco más en reaccionar. No sabía qué hacer. Las puertas de la salida del fondo estaban cerradas. Estaba segura de ello. Ella misma lo había comprobado en alguna ocasión. Los jefes siempre las mantenían cerradas para evitar los hurtos en su interior. La única salida posible era la de emergencia. Se levantó todo lo rápido que le permitió su abultado vientre y se dirigió hacia dicha salida que se encontraba a sus espaldas. Pero era demasiado tarde. Muchas mujeres se encontraban ya alrededor de la misma, empujándose unas a otras, impacientes por llegar a la única escalera de incendios del edificio para escapar de la ratonera en que se había convertido aquel lugar. Antonella se acercó e intentó avanzar entre ellas para hacerse un sitio lo más cerca posible de la salida, pero resultó imposible y desistió al segundo golpe que recibió en su vientre. No le quedó mas remedio que volver sobre sus pasos e intentar pensar en otro modo de salir de allí.

Una vez fuera de aquel amasijo de gente enloquecida por alcanzar la escalera de incendio miró a su alrededor. No había ningún extintor colgado de las paredes y el humo ya estaba entrando por debajo de las puertas. El calor era insoportable. Las mujeres que instantes antes estaban golpeando las puertas cerradas ahora cogían varias telas de los montones destinados a convertirse en camisas y los colocaban amontonados bajo las puertas para que el humo no siguiese penetrando en la sala.

De repente se escuchó un ruido atronador. Muchas mujeres corrieron hacía las ventanas para descubrir la procedencia de aquel estruendo, Antonella entre ellas, y pudieron observar como la escalera de incendios atestada de mujeres, por la que Antonella instantes antes había luchado por conseguir un puesto, no había soportado el peso de estas y, desprendiéndose del edificio, había caído a tierra desde el noveno piso estrellando los cuerpos de las mujeres que estaban intentado huir en ella contra el suelo, sobre el que ahora yacían llenas de sangre y sin vida.

El pánico se desató entre las mujeres de la fábrica que vieron como su única esperanza de salir con vida de aquella pesadilla yacía sobre el suelo de la calle rota en mil pedazos. Los gritos ante semejante realidad tan cruelmente revelada, resultaron ser mil veces más ensordecedores que el recuerdo del ruido de las máquinas que Antonella tanto odiaba.

Sin embargo, otro sonido alimentaría sus esperanzas: los coches de bomberos se dirigían hacia el lugar. Los pretendidos salvadores se instalaron frente a la fachada y comenzaron a desplegar sus mangueras con rapidez. No obstante, pronto advirtieron que estas eran demasiado cortas para que el agua llegara a la planta octava en la que se había declarado el incendio. Intentaron sacar a las mujeres del edificio desplegando las escaleras de los coches, pero el intento también resultó estéril, ya que con ellas solo se podía llegar hasta el sexto piso, unos diez metros por debajo de las trabajadoras atrapadas en la novena planta.

En la calle, cientos de curiosos neoyorquinos alertados por el humo, las llamas y los gritos de desesperación, se había agolpado alrededor del edificio a la espera de la resolución de los acontecimientos. Buena parte de ellos pudieron observar como muchas mujeres saltaban al vacío ante el temor de que las llamas abrasaran sus cuerpos.

Algunos de esos cuerpos caían sobre las redes que había extendido los bomberos ya como último recurso. Sin embargo, dichos cuerpos igualmente se estrellaban contra el suelo al traspasar las mencionadas redes, ya que estas eran demasiado débiles para soportar la fuerza con que las mujeres caían.

Antonella asistía a todo ese bombardeo de trabajadoras cayendo a tierra desde las ventanas de la fábrica en donde todavía se encontraba. Abrazada a su barriga, veía saltar al vacío a sus compañeras presas del pánico. Ella misma estuvo tentada de hacer lo mismo. Le escocían los ojos y le picaba la garganta del humo que ya campaba a sus anchas por toda la estancia y que provocaba que le costase respirar. Sentía un calor asfixiante porque las llamas, al no poder ser sofocadas por los bomberos, ya habían irrumpido en la fábrica desde la planta inmediatamente inferior y comenzaban a abrasarlo todo. Aunque lo que menos soportaba eran los gritos. Los alaridos de sus compañeras huyendo de la muerte se habían instalado en su cabeza y se negaban a salir de ella. Antonella cubrió sus orejas con ambas manos y se tumbó en el suelo para poder respirar y abstraerse de todo aquel infierno.

Poco a poco, los chillidos y el calor se fueron alejando. Antonella se abrazó a su barriga y pensó en su marido, al que dio un tierno beso antes de salir de casa esa misma mañana. Pensó en sus padres, a los que dijo adiós en su amada Sicilia dos años atrás mientras se alejaba a bordo de un transatlántico de la mano de su esposo. Se acordó de cómo sonreían ilusionados ante la nueva vida que les esperaba a ambos. Y también pensó en su propia hija, que aún no había nacido ni conocería la luz del sol. Se imaginaba con ella corriendo de la mano por un gran prado verde inundado de hermosas flores blancas. El aire les acariciaba la cara y el sol bañaba sus largos cabellos que ondeaban al viento…Y sonreían. Sonreían mientras danzaban felices y contentas. Ella alzaba a su hija al vuelo, le daba vueltas alrededor suyo, y la niña no paraba de reír. Después, cogidas de la mano, corrían por aquel prado lleno de vida y se alejaban felices hacia un sol que les iluminaba el rostro. Hacia una luz que les indicaba el camino a seguir.


NOTA DE LA AUTORA:

En aquel trágico incendio que se inició a las 16:40 del 25 de noviembre de 1911 en la octava planta del edificio en el que se encontraba la fábrica textil Triangle Shirt y que duró aproximadamente 18 minutos, murieron 123 trabajadoras (la mayoría jóvenes inmigrantes de origen italiano y judío) y 23 trabajadores.

De las cenizas de este trágico suceso surgió la llama de la búsqueda de la justicia social para hombres y mujeres y nuevas leyes modificaron la precaria legislación laboral vigente en Estados Unidos.

Del dolor instaurado en el corazón de los que presenciaron aquel horror, tanto personalmente como a través de los medios de comunicación, brotaría la semilla de todo un movimiento en favor de la igualdad, del que nacería la celebración del día internacional de la mujer el ocho de marzo.

En España se celebró por primera vez en 1936, liderado por la dirigente comunista Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”.

Sería en 1977 cuando la Organización de Naciones Unidas convirtió la jornada del 8 de marzo en el Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional

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