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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Ansiado vino

Desde la inmejorable perspectiva que me ofrecía el estante sobre el que me encontraba enclaustrado en mi botella, quien primero llamó mi atención fue ella: fuera de lugar, con aquellos tacones de aguja en medio del campo y unos pantalones negros ajustados que acaparaban los rayos de sol mientras reía con sus amigas y atusaba su larga melena. Solo después -cuando ya todos los participantes de la cata se hubieron sentado a la mesa de madera entre los viñedos donde la fragancia de las uvas salpicaba el ambiente y despertaba sus sentidos- me fijé en él: solo, la cabeza gacha, la mirada esquiva, el porte desgarbado, los zapatos sucios.

Cada uno ocupó un extremo de la mesa. Sin embargo, aquella menudencia no impidió que sus miradas, revoltosas, jugaran al escondite para encontrarse al fin cuando hubieron abandonado la mesa que les separaba. Ella charlaba rodeada de un grupo de participantes de la cata y él se mantenía en compañía de una copa de vino. A ella le atrapó la mezcla de indefensión y sabiduría que leyó en sus ojos. A él, la frescura y viveza que reflejaban los de ella.


La joven se acercó hasta él y quiso saber qué vino alojaba en su copa. Lo probó, le gustó y demandó lo mismo para ella. Juntos disfrutaron del rojo cereza con tonos teja sobre el cristal y del aroma a especias, vainilla y ciruelas dulces con recuerdos de madera tostada. Terminada la copa y la conversación, ella deslizó un papel sobre la temblorosa mano de él y él, una vez que ella abandonó la estancia, compró una botella del vino que habían compartido para mantener vivo el recuerdo.

Así fue como llegué hasta la casa de Juan y me alojé sobre la repisa de su vieja chimenea. Cada día me susurraba palabras que no se atrevía a compartir con ella y me despojaba del polvo con una suave tela de terciopelo rojo que adquirió para tal fin. Me observaba y rememoraba una y otra vez la escasa conversación que mantuvo con Carla aquella mañana mientras examinaba el desgastado papel con su nombre y número de teléfono sin atreverse a llamarla.

Hasta que un día reunió suficiente valor y marcó su número. Ella aceptó su invitación y pasaron la tarde en la masía de Juan degustando sus vinos. Carla sentía curiosidad por ese bálsamo de hombre al que apenas conocía, tan diferente a todos con los que había estado. Juan se sentía atraído por la vitalidad y energía de ella, que parecía sorber la vida a grandes tragos. Y así, una cita tras otra, una botella de vino tras otra, trenzaron una bonita relación tras abandonar ella su vida y su apartamento en la cuidad.

Yo los veía hacer el amor cada noche al lado de la chimenea. Después, al terminar, abrían una botella de vino y me observaban dichosos.

Sin embargo, con el transitar de los meses, cada vez eran menos las noches que acababan en vino y más las que terminaban en discusión. Carla echaba de menos aquello que había dejado atrás y Juan la vitalidad en sus ojos. Sus miradas se fueron distanciando y se enfriaron sus palabras. Los ácaros, que con tanto esmero se había ocupado él de alejar al principio de mi frágil cuerpo, comenzaron a opacar mi dulce néctar.


En un tardío intento por salvar su relación, Juan decidió obsequiar a Carla con una cena especial frente a la chimenea. Rescató aquella tela de terciopelo que ya casi tenía olvidada e intentó deshacerse de todas las capas de polvo que, con el tiempo, se habían adherido a mi frío cristal. Me despojó del corcho que me axfisiaba y me posó sobre la mesa con la esperanza de que Carla, al paladearme, se sintiera conmovida por los recuerdos y dispuesta a recomponer lo que se había roto.


Carla se sentó en la mesa y me permitió rozar sus labios. El néctar rojo que antaño iluminó su mirada, el dulce aroma que un día le enamoró provocó, sin embargo aquella noche, que una ligera arcada pugnara por salir de su garganta.


Se levantó, dejó su copa huérfana sobre la mesa y se marchó.


Y Juan, tras apurar la suya, sintió el amargo regusto final del vino.


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