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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Catorce de febrero

Acabó de colocar las copas sobre la mesa y retrocedió dos pasos para observar el conjunto. Estaba perfecto. Las copas perfectamente alineadas; los platos colocados en el lugar correspondiente; los cubiertos a cada lado de los platos; cuchara y cuchillo a la derecha, tenedor a la izquierda. Incluso había colocado sobre la mesa el mantel que le regaló su abuela; el de cuadros rojos y blancos que solo utilizaba para ocasiones especiales. Pero esta lo era. Era catorce de febrero, el día de los enamorados, y había mucho que celebrar. Lo cierto era que ella nunca había creído demasiado en ese día. Siempre había pensado que era un día que habían inventado los grandes centros comerciales, o puede que uno en particular, para hacer que la gente sin iniciativa propia se comprara regalos en señal amor; como el día del padre o de la madre. Como si hiciera falta marcar una fecha en el calendario... Sin embargo, desde hacía unos años atrás, todo había cambiado, y el catorce de febrero había pasado de ser un día que nada tenía que ver con ella a ser una fecha respetada y anhelada. Rememoró incluso aquel catorce de febrero en el que sus amigas le insistieron para que saliera con ellas de fiesta. Era un sábado. Lo recordaba bien. Ella se negó y, claro, sus compañeras no lo entendieron, pero a ella no le importó. Una tradición era una tradición.


El sonido de la alarma del móvil le sacó de sus pensamientos . La cena ya estaba lista. Se dirigió a la cocina y apagó el horno. Después cogió el Rioja que descansaba sobre el banco de la cocina y lo llevó a la mesa. Lo había comprado justo antes de entrar a trabajar. Sabía que luego ya no tendría tiempo y no quería olvidarse. Casi podía relamerse de gusto solo de pensar en él resbalando por su garganta. Abrió la botella y la dejó abierta sobre la mesa para que respirase.


Volvió a retroceder para admirar con perspectiva la escena. Aún faltaba un pequeño detalle. Se acercó al aparador y extrajo de uno de sus armarios un candelabro antiguo de plata vieja y una caja de cerillas. Colocó el candelabro en el centro de la mesa y encendió la vela. Después apagó las luces del comedor y puso algo de música. Un disco de folk antiguo que una amiga le había regalado por su cumpleaños comenzó a sonar. Desde que lo descubriera, se había convertido en uno de sus favoritos.


Miró su reloj. Ya era la hora. Se encaminó hacia la cocina deteniéndose a mitad de camino frente al espejo de cuerpo entero que allí se encontraba. Observó detenidamente la imagen que se reflejaba. Primero de frente, después de un perfil y, por último, del otro perfil. Pasó suavemente sus manos sobre los costados del vestido negro entallado que se acoplaba a su cuerpo como un guante. Después detuvo la mirada en sus piernas. Llevaba unos zapatos negros de tacón cuyas tiras se entrecruzaban en el empeine y se enlazaban después sobre sus estrechos tobillos. Siempre le habían parecido que tenía unas piernas especialmente bonitas. Y con ese vestido se sentía muy sexy. Nada más verlo colgado de la percha en la tienda donde lo compró sabía que le iba a resultar favorecedor. También examinó su rostro en el espejo. El discreto maquillaje le otorgaba un aire diferente. O, tal vez, no fuera solo el maquillaje. Sus ojos parecían brillar de un modo especial bajo la máscara de pestañas. Sonrió a su reflejo. Se sentía atractiva, decidida, fuerte, poderosa…. Se sentía feliz.


Ya en la cocina sacó el redondo de ternera del horno y lo colocó sobre la encimera. Estaba en su punto. Todavía burbujeaba el líquido sobre el lecho de verduras alrededor de la carne. Con ayuda de unas manoplas y con cuidado de no quemarse, se dirigió al comedor con la bandeja entre las manos, la colocó sobre la mesa y se sentó después en una de las sillas. El olor del redondo de ternera había impregnado toda la casa, el sonido de las guitarras endulzaba sus oídos y la tenue luz de las velas otorgaba al comedor la iluminación perfecta para una noche tan especial.


Suspiró y miró su reloj de pulsera. Reparó entonces a la silla vacía que tenía enfrente. Esa silla que hace unos años hubiera deseado que estuviera ocupada por alguien especial. Quizá un atractivo cirujano de renombre, o un buen amigo que se hubiera convertido de repente y sin esperarlo en algo más, o quizá un desconocido que hubiera llegado hasta ella de mano de alguna red social que no fuera un completo desastre y con el que hubiera acabado intimando sin que la relación terminara en una hecatombe.


Sí, pero aquellos fueron sus deseos de hace tiempo. Ahora todo era diferente. Ahora ella era distinta. Ya no esperaba encontrar una relación a la que aferrarse. Ya no necesitaba sentirse complementada por nadie. Ya no sentía la necesidad de que aquella silla estuviera ocupada. Se sentía bien así. Sola. No deseaba estar de ninguna otra manera ni en ningún otro sitio. Quería estar en su casa, disfrutando de su cena, bebiendo una copa de vino y deleitándose con la música que más le gustaba. Por fin había comprendido que el amor de pareja llegaba sin buscarse y que, en el caso de que no fuera así, tampoco sería ninguna desgracia. Se podía disfrutar de otro tipo de amor, del amor de la familia, del de los amigos, pero, sobre todo, del amor a una misma. Durante este tiempo de soledad había aprendido a quererse a ella misma y a disfrutar con ello. A agradecer los momentos de soledad en lugar de temerlos. Ella era feliz así y, para celebrarlo, hacía ya tiempo que había comenzado la tradición de cenar sola en la noche del día de los enamorados. Bueno, sola no, a cenar solo con su propia compañía, que no era lo mismo. Porque le gustaba poder disfrutar de la soledad de vez en cuando. Porque llevaba una vida tan ajetreada que no tenía tiempo de agradecer todo lo que esta le brindaba; que el sol salía y sonreía cada día, que tenía gente alrededor con la que podía contar, que poseía ilusiones, sueños, y que se levantaba cada mañana orgullosa de ser la persona que era, y eso era lo más importante.


Desconectó el móvil, lo lanzó sobre el sillón que tenía enfrente y emitió un largo y profundo suspiro. Con calculada parsimonia, cortó un pedazo de redondo de ternera y lo colocó sobre su plato. Seguidamente, añadió unas cuantas verduras humeantes alrededor y aspiró el aroma que el conjunto desprendía. Después se sirvió una copa de Rioja y la acercó a su nariz para permitir que la fragancia inundara sus sentidos. El sonido de las guitarras continuaba acariciando sus oídos. La tenue luz inundaba toda la habitación. Todo era perfecto. ¿Qué más podía desear? Sonriendo, alzó la copa y pronunció en voz alta:


- Por los momentos en que la soledad se convierte en un privilegio.

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