Complacencia
- S.D.Esteban
- 31 may
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 1 jun
Todos tenemos defectos. Hay personas demasiado egoístas, otras vanidosas y otras que retuercen la verdad hasta convertirla en mentira. Los hay superficiales, materialistas, chivatos, sosos, enfadicas, temerosos, temerarios, lloricas, los que sacan muy deprisa la mano a pasear y los que lo que pasean demasiado rápido es la lengua. En fin, que hay defectos de todas clases, modo y condición y de si algo podemos estar seguros es que todos tenemos alguno.
Berto era un niño complaciente. ¿Qué significa eso? Pues significa que le gustaba agradar a los demás. ¿Que qué tiene eso de malo? ¡No seáis impacientes! Lo entenderéis con la historia. Prestad atención.
A Berto le incomodaba enormemente que sus amigos se enfadaran con él por lo que ponía todos los medios a su alcance para que eso no sucediera. Siempre estaba dispuesto para prestar algún lápiz, ceder su sitio en la cola del patio o intercambiarse con algún niño al que no le gustara la actividad que le había tocado en suerte. Si alguien le pedía su asiento en el comedor para poder estar al lado de algún amigo le decía que sí; si nadie quería defender la portería en los juegos, se ofrecía él de voluntario; si algún compañero le pedía ayuda con los deberes, se quedaba con él después de clase. ¿Por qué no ayudar siempre si de esa manera podía tener más amigos?
Sin embargo, llegó una tarde en que Ricardo, el niño al que le costaba hacer los deberes y le había pedido ayuda a Berto con ellos, no se podía quedar después de clase porque tenía cita con el dentista, de manera que le pidió a Berto que se los hiciera en su casa para que él pudiera entregarlos a la profesora al día siguiente.
¿Y qué hizo Berto? Pues no supo decir que no.
Esa tarde Berto no solo hizo sus deberes sobre la mesa del comedor de su casa, sino también los de su amigo Ricardo que, pobrecillo, no podía acudir a su cita con el dentista y hacer los deberes al mismo tiempo. De manera que en lugar de invertir una hora de su tiempo, invirtió dos. Y, además, como de aquella forma resultó más fácil para Ricardo, lo que en un principio iba a ser un hecho puntual se convirtió en una costumbre: cada tarde Ricardo entregaba sus libretas vacías a Berto y a la mañana del día siguiente Berto se las devolvía con los ejercicios resueltos. Total, tampoco era para tanto. ¿Qué suponía eso para Berto? Solo una hora de su tiempo que, de todas maneras, la habría estado invirtiendo con su amigo al finalizar las clases. ¿Qué más daba si ahora era él quien hacía solo los deberes en su casa si así le hacía un favor a Ricardo? Lo importante era que Ricardo estuviera contento y siquiera siendo su amigo, ¿no?
Esa fue la rutina durante semanas, hasta que un día Ricardo consideró que Berto, además de hacer ese día sus deberes, podría hacer también los de su mejor amigo, Jose, para que ambos pudieran jugar un partido de football que tenían programado para esa tarde. “¿Qué te cuesta?”, le dijo. “Si los deberes son los mismos, solo tienes que copiarlos”.
¿Y qué hizo Berto? Pues no supo decir que no.
Y esa tarde Berto no solo hizo sus deberes y los de su amigo Ricardo sobre la mesa del comedor de su casa, sino que también hizo los del mejor amigo de su amigo, Jose, para que, pobrecillo, pudiera jugar el partido de football que tenían programado. De manera que en lugar de invertir dos horas de su tiempo, invirtió tres. ¿Que suponía eso para Berto? ¿Que no podía ver la televisión? Tampoco era eso tan importante si sus amigos estaban contentos, ¿no?
Y lo que en un principio iba a ser un hecho puntual se convirtió en una costumbre: cada tarde Ricardo y Jose entregaban sus libretas vacías a Berto y a la mañana siguiente Berto se las devolvía a ambos con los ejercicios resueltos.
Además, como todos quería tener tiempo para jugar con sus amigos, más niños pidieron a Berto que hiciera su deberes. Por lo que al cabo de unas semanas más, Berto no solo no tenía tiempo de ver la televisión sino que, a la hora de la cena, todavía le quedaban deberes por hacer y los completaba en su habitación a escondidas de sus padres robándose a sí mismo horas al sueño.
Hasta que una noche, a altas horas de la madrugada, cuando cerraba la última libreta con el último ejercicio completado, Berto se dio cuenta de que cada día estaba más cansado y tenía menos tiempo y ganas para jugar con sus amigos y, lo que era peor: a sus amigos parecía no importarles el hecho de que él ya no jugaba y sin embargo ellos se lo pasaban pipa. Además, él estaba mintiendo a sus padres, se acostaba tarde cada noche y había bajado su rendimiento escolar. ¿Qué podía hacer al respecto? ¿Debía decir a sus amigos que no podía continuar haciéndoles los deberes? ¿Y si se molestaban por ello? ¿Y si dejaban de ser sus amigos? No quería enfadar a nadie pero... algo tenía que hacer. No podía seguir así por más tiempo.
Esa noche apenas durmió. Enfrentarse a sus amigos le generaba mucha ansiedad pero, si verdaderamente eran sus amigos, ¿no deberían de comprenderlo y ayudarle tal y como él había hecho con ellos?
A la mañana siguiente, cuando hizo el reparto de libretas, les anunció a sus amigos, con gran congoja y nerviosismo, que no seguiría haciendo sus trabajos. Les dijo que, quien quisiera, podía quedarse después de clase con él y les ayudaría a resolver sus dudas, pero que ya nunca haría más los deberes por ellos ni se llevaría sus libretas a casa.
Protestas, reticencias e incluso gritos se hicieron presentes, pero Berto se mantuvo firme.
Cuando acabó la jornada y acudió a la biblioteca escolar para ayudar con los deberes a quien se hubiera quedado y lo necesitara, descubrió con cierto asombro que la biblioteca estaba vacía. ¿Qué es lo que había pasado? ¿Le estarían esperando en otro sitio?
No solo no encontró a nadie en la biblioteca ni en ninguna otra aula del colegio esa tarde antes de volver a casa sino que, a la mañana siguiente, nadie de su clase le dirigía la palabra. ¡Todos actuaban como si no existiera! ¿No se suponía que eran sus amigos? ¿No les había él ayudado y les había dicho que continuaría haciéndolo? ¿Por qué se comportaban así?
Berto empezó a sentirse mal fisicamente: tenía una bola en el estómago, se sentía mareado, le sudaban las manos,… y empezó a dudar de su propia decisión. Tal vez debiera continuar haciéndoles los deberes, tal vez no supusiera para él tanto esfuerzo, tal vez sus amigos tuvieran razón. Pero una pequeña voz en su interior le impedía echarse atrás. ¿No está mal lo que ellos están haciendo? ¿No es una especie de chantaje para conseguir los que desean? ¿Es eso lo que hacen los verdaderos amigos?
Aunque Berto se sentía solo e ignorado y la situación resultaba muy incómoda para él, decidió mantenerse firme y hacer caso de aquella sabia vocecilla interior. Aun así, cada tarde, con el pitido de la última clase, acudía a la biblioteca para poder ayudar a quien lo necesitase y, cada tarde, la encontraba desierta.
Hasta que un día, cuando Berto ya había perdido toda esperanza de encontrar a alguien que solicitara su ayuda y sus amigos continuaban sin hablarle, la rutina condujo sus pies hasta la biblioteca y allí encontró, sentada y esperándole en un pupitre, a una niña de su clase con la que nunca había hablado. Una niña que había empezado el curso a mitad, iba un poco retrasada con las matemáticas y necesitaba su ayuda.
Berto y Lucía, que así se llamaba la niña, se quedaron esa y muchas más tarde después de clase para que él le ayudara con los deberes. Lucía mejoró mucho en matemáticas y quiso corresponder invitando a Berto a pasar una tarde en el cine con sus padres. Más tarde Berto correspondió a Lucía invitándola a ella y a sus padres a merendar a su piscina. Otro día fueron todos juntos, padres y niños, al parque de atracciones, y así fue como, poco a poco, Berto y Lucía se hicieron verdaderos amigos. Si Lucía tenía un problema se lo contaba a Berto y este le ayudaba, y si era Berto quien tenía el problema se lo contaba a Lucía y esta se interesaba por él y le prestaba su ayuda.
Los viejos amigos de Berto seguían sin hablarle, sin embargo, cuando jugaban al football y no tenían portero le pedían a Berto que hiciera de guardameta.
¿Y qué hacía Berto entonces? Pues, sencillamente, decía: “no, gracias”.
Como siempre relato con mensaje reflexivo … Súper auténtico y real.
Cuánto cuesta decir No, sin miedo y con valentía.
Historia bonita. 🙌
Esas dos últimas palabras... tan necesarias a veces😎pero cuando es así, es así. Me gusta el relato. Apto para todas las edades🥰