Dándole vueltas al último contrato lo vi claro. Él lo había sabido desde un principio: nos había dado libertad con la que habíamos provocado guerras, superioridad con la que habíamos exterminado especies y poder con el que habíamos desequilibrado el clima.
El planeta agonizaba porque a Él se le había pasado por alto concedernos un pequeño detalle: una pizca de conciencia social. Aún así, había cumplido su parte: un cielo y un infierno.
Lo que no figuraba en el contrato es que el infierno lo construiríamos nosotros y que terminaríamos allí nuestras últimas horas con el aire arañando nuestras resecas gargantas y cuarteando nuestros maltrechos pulmones.