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  • Foto del escritorS.D.Esteban

El grifo

Hoy ha fallecido una paciente en mi turno. Ningún familiar la acompañaba. Era una señora mayor y su tiempo se había agotado. Cuando la máquina a la que estaba conectada ha comenzado con su estridente pitido, yo no podía apartar la vista de la anciana que yacía en su cama. Me preguntaba cómo habría sido su vida, si habría sido feliz.

Unas horas más tarde, al llegar a casa tras la dura jornada de trabajo en el hospital, lo primero que veo al abrir la puerta es a mi marido sentado en el sofá frente a la televisión con el volumen demasiado alto. Le saludo y no contesta. Me dirijo a la barra de la cocina y saco de la nevera los canelones que dejé preparados de madrugada antes de salir de casa. Había ocho en la bandeja. Ahora solo quedan tres. Busco la espátula para ponerlos en el plato y la encuentro sucia en la pila del fregadero. El grifo no está bien cerrado y pequeñas gotas caen sobre ella.

Con un tenedor traspaso los tres canelones de la bandeja a un plato y lo meto en el microondas. Mientras espero a que se calienten, observo a mi marido: tiene los pies sobre la mesita y una bolsa de patatas fritas sobre el regazo. Introduce las patatas en su boca como un autómata sin apartar la vista de la televisión. Las migajas campan a sus anchas por su protuberante barriga y una muy pequeña ha quedado adherida a una barba que debe hacer tres o cuatro días que no rasura.

El pitido del microondas me recuerda que mi comida ya está lista. Me giro y veo de nuevo las gotas caer sobre la pala sucia. Clic, clic, clic. Abro el microondas, rodeo la barra de la cocina con el tenedor y el plato en la mano y me siento a comer.

—¡Ah, hola! No me había dado cuenta de que habías llegado.

Ahora soy yo la que no contesta. A él no parece importarle porque sigue pendiente de la televisión. Sin embargo, yo ya no la oigo. Solo el incesante e insistente goteo sobre la pala llega hasta mis oídos: clic, clic, clic. Y ese sonido, corto e intermitente pero constante, se alarga para transformarse en el bip largo y continuo de la máquina de la señora fallecida esta mañana; solo que ahora ya no es la anciana la que yace sobre la cama. Ahora, la que permanece allí tumbada soy yo. Mis ojos se mantienen abiertos mientras las décimas de segundo se convierten en años, las canas se adueñan de lo que era mi hermoso cabello y las arrugas retuercen mi piel. Envejezco a una velocidad de vértigo al tiempo que el continuo y constante pitido se introduce hasta el lugar más recóndito de mi mente.

—Nena, ¿me traes una cerveza?

Vuelvo a estar sentada a la mesa mientras observo mis canelones intactos y fríos. Me levanto en dirección a la cocina y, desde detrás de la barra, miro a mi marido que continúa con los pies sobre la mesita y se carcajea por algo que ha debido escuchar en la televisión. Se acomoda en el sofá mientras coloca una mano grasienta en el reposabrazos.

Y continúa el incesante golpeteo de las gotas sobre la espumadera.

—¿Qué pasa con esa cerveza?

Mi mirada se traslada del plato de canelones a mi marido, clic; de mi marido al plato clic; de la mano grasienta en el reposabrazos a la televisión, clic; de la patata frita instalada en su barba a sus pies sobre la mesita que limpié ayer, clic. Y ese sonido se acrecienta como un fantasma que me persigue y me ahoga. Cic, clic, clic, clic, clic, clic.

La televisión ha perdido su volumen y los labios de mi marido se mueven como si quisieran decirme algo, aunque yo soy incapaz de escuchar nada que no sea el martilleante goteo sobre la espátula. Y ese sonido lo envuelve todo, lo rellena todo, lo acapara todo sin dejar espacio para nada más. Una gota tras otra, tras otra, tras otra; sin descanso, en un ejercicio extenuante y sin fin.

Cierro el grifo.

Las gotas cesan.

—Tenemos que hablar.

No volveré a dejarlas caer.

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