Ariadna estaba encantada de que por fin hubiera llegado el día del cumpleaños. Su amiga Estela cumplía siete años y ella había elegido un regalo muy especial para la ocasión. Se moría de ganas de entregárselo; casi no había podido dormir desde que fue a comprarlo con sus padres hace tres días y lo envolvió en un bonito papel y lo dejó encima de su escritorio. Cada mañana, lo primero que hacía nada más abrir los ojos era comprobar si su precioso regalo continuaba allí. Y hoy, por fin, había llegado el día de entregárselo a su amiga. ¿Le gustaría lo suficiente? ¿Pensaría que era realmente bonito?
Ariadna se levantó de la cama y fue a sentarse en la silla del escritorio frente al regalo. Acercó una mano y lo rozó delicadamente. Le había puesto un lazo blanco, con ayuda de su madre, alrededor del papel de colores que lo envolvía. ¡Era tan bonito! Apoyó sus codos sobre la mesa y se lo quedó mirando con la cara entre las manos. Tenía miedo de que si lo tocaba demasiado, tal vez pudiera estropearlo.
De pronto sintió como una mano le alborotaba el cabello. Era la mano de su madre que permanecía de pie junto a ella. La niña había estado tan concentrada mirando el regalo que no se había dado cuenta de cómo su madre entraba en la habitación y se quedaba a su lado observándola a ella, con la misma pasión con la que ella admiraba su regalo.
- ¡Venga, que hay que vestirse! No querrás llegar tarde a la fiesta, ¿verdad? - le dijo con cariño su madre inclinada a su altura y revolviéndole de nuevo el cabello con una amplia sonrisa.
- ¡Ay mamá, no me muevas el pelo que no me gusta! - protestó la niña. Sin embargo, acto seguido cambió su semblante y preguntó - ¿Te has enfadado? Quería decir que si me mueves el pelo me despeinas, pero bueno… que tampoco pasa nada…
- No te preocupes cariño. ¿Quieres que te ayude a vestirte?
- No. Ya puedo sola, gracias.
- De acuerdo – dijo su madre saliendo de la habitación con una sonrisa y pensando en lo rápido que crecía su hijita.
Ariadna se vistió con su vestido blanco preferido; el que le hacía parecer una princesa. Después desayunó con sus padres y, tras coger el regalo como el que coge por primera vez un bebé, salieron de casa camino de la de su amiga Estela.
Cuando llegaron, fue la propia Estela quién les abrió la puerta dando pequeños saltitos a la vez que daba palmadas con sus manos. Le dijo a Ariadna dónde podía dejar su hermoso regalo y se fueron de la mano a jugar al jardín con el resto de las niñas.
Los papás de Ariadna se sentaron alrededor de una mesa en el porche, con los demás adultos, desde dónde se podía tener bajo vigilancia a las niñas al mismo tiempo que disfrutaban del vermut.
Llegó la hora de la sorpresa y los adultos dispusieron a las niñas sentadas en el jardín, delante de lo que sería el escenario para la función, y ellos se colocaron de pie detrás de ellas. Un colorido payaso hizo su triunfante aparición. Llevaba una peluca de pelo rizado de divertidos colores bajo un sombrero rojo y redondo, un traje a juego con su peluca, una margarita que colgaba marchita de su solapa y unos enormes zapatos que le hacían andar como si fuera un pingüino y bambolear la maleta que portaba en la mano. Las niñas comenzaron a aplaudir y a chillar de alegría y los papás sonreían ante la reacción de sus pequeñas.
El payaso se colocó en el escenario frente a las pequeñas y comenzó la función.
Sin embargo, él era un payaso especial porque, aunque tenía una sonrisa blanca dibujada en su cara, él no sonreía. Y eso fue lo primero que las niñas percibieron. Hacía y decía cosas con la finalidad de hacerlas reír pero, como él no sonreía, ellas se sentían incapaces de hacerlo. Había algo en la cara de aquel payaso, en sus ojos, que les trasmitía tristeza.
La tensión entre el payaso y las niñas fue en aumento hasta que, entre un silencio abrumador, estalló el llanto de la cumpleañera.
Tras un momento de total desconcierto en el que el tiempo se detuvo y nadie sabía cómo actuar mientras solo se escuchaba el amargo llanto de la niña, los padres de la misma reaccionaron. La mamá de Estela fue a consolarla abriéndose paso bajo la atenta mirada de unos cuantos pares de ojos inocentes y el padre de la cumpleañera se llevó al payaso a un lado para decirle en voz baja que ya podía recoger sus cosas porque la función había terminado.
Todos los niños con sus padres se alejaron de la escena a excepción de Ariadna, que se acercó al payaso sin percatarse de que su madre se hallaba observándola unos metros atrás.
El payaso se encontraba introduciendo sus pertenencias dentro de la maleta cuando Ariadna comenzó a hablarle.
-Creo que no deberías haber hecho llorar a mi amiga en su cumpleaños- le dijo seria Ariadna al payaso tras decidirse a hablar.
El payaso se giró y la observó. Después continuó recogiendo sus cosas mientras le hablaba.
- Ya lo sé; pero es que no puedo evitarlo. Quiero hacer reír a los niños y, sin embargo, como tú misma has podido comprobar, lo único que consigo es hacerles llorar. Y no sé por qué.
- Pues haz cosas que no tengan sentido – aconsejó la niña.
- ¿Cómo qué?
- Como un chiste – soltó la niña triunfal.
- ¿Un chiste? ¿Y de dónde lo saco?
- Pues de internet – contestó la niña.
El payaso siguió recogiendo sus cosas en silencio mientras Ariadna le observaba. De pronto, ésta le preguntó:
- ¿Y por qué eres payaso si no sabes hacer reír a los niños?
- Mi padre era payaso; y el padre de mi padre también lo era… -contestó él a modo de explicación.
- Pero si tú no quieres ser payaso, no lo seas.
- ¿Y qué puedo ser entonces?- le preguntó el payaso que ya ha había acabado de recoger y miraba directamente a los ojos de la niña.
- No sé.- y, tras meditarlo durante unos instantes, le volvió a preguntar - ¿Qué es lo que más te gusta?
- No lo sé; nunca me lo he planteado.
- ¿Y no sabes por qué estas triste?
- Lo cierto es que no.
- Yo, cuando estoy triste, siempre sé por qué. Me pongo triste cuando mi madre mi riñe, si se enfadan mis amigas conmigo,... cosas así. - Y, tras otra pausa, añadió - ¿Tú no tienes amigos?
- No muchos, la verdad.
- ¿Por eso estás siempre triste? ¿Porque no tienes amigos? Yo, cuando quiero hacer un amigo nuevo me acerco a él y le pregunto si quiere ser mi amigo; y así hago un amigo más. Un día, en el comedor del cole, le dije a una niña que si era mi amiga le daba una de mis olivas, y le niña me dijo que sí, y ahora es mi amiga.
Tras una pausa, el payaso le preguntó a Ariadna:
- ¿Tú quieres ser mi amiga?
- Vale. Pero tienes que dejar de estar triste. A mi no me gusta que mis amigos estén siempre tristes.
- De acuerdo; lo intentaré.
Y el payaso sonrió por primera vez.
- Ariadna, vamos a jugar con tus amigas.- le dice la madre a Ariadna acercándose a la escena.
- ¿Es su hija?- le pregunta el payaso a la madre.
- Sí; lo es.
- Es una niñas estupenda.
- ¡Y nos hemos hecho amigos! - añade Ariadna contenta.
- Muy bien. Pero venga, que el payaso se ha de ir y tú tienes que volver a la fiesta, que Estela va a empezar a abrir los regalos.
La madre de Ariadna la coge de la mano y la lleva hacia la fiesta mientras payaso y niña se dicen adiós con la mano.
- Ya te he dicho muchas veces que no has de hablar con extraños – le dice la madre a la hija.
- Pero él no es un extraño, mami; es mi amigo. No tiene amigos, por eso está siempre triste. Yo quiero ser su amiga...
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