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  • Foto del escritorS.D.Esteban

En tiempos de guerra

Sé que lo que voy a decirle no es para sentirse orgullosa; al menos, una gran parte de ello. Recuerdo todo lo que hemos hablado durante estos meses y… Bueno… en fin, creo que lo mejor será contárselo y punto. Al fin y al cabo, es por lo que estamos aquí, ¿no?

Todo empezó el lunes de la semana pasada. Entré en el cuarto de mi hija mientras estudiaba para preguntarle algo que ahora mismo no recuerdo y, al abrir la puerta, el hedor que salió de allí me echó para atrás casi tanto como la imagen que apareció ante mis ojos. Parecía como si un misil de la Segunda Guerra Mundial hubiera estallado en aquella habitación. Lo único que faltaba era cuerpos ensangrentados. Aquello me enfureció tanto que tuve que castigarla sin móvil durante una semana.

Desde entonces comenzamos una guerra fría en la que ninguna se mostraba dispuesta a ceder. Soy consciente de que tendría que haber controlado la situación. Yo soy la adulta. Me lo ha repetido cientos de veces, ya lo sé. Pero, ¿qué quiere que le diga? No pude. Y la semana acabó siendo mucho más dura de lo que me esperaba. Sara estaba de muy mal humor por no tener móvil y yo, por mis problemas en el trabajo. Mala combinación. Muy mala combinación.

En fin, una par de noches después, mientras cenábamos en casa, mi hija se levantó de la mesa sin que hubiésemos terminado. Yo le indiqué con paciencia que volviera a sentarse, a lo que ella replicó que tenía mucho que estudiar. Yo le recordé que podría haberlo hecho antes, a lo que ella contestó que la dejara en paz. ¡Uf! ¡Madre mía! A duras penas pude contener el grito que luchaba por salir desde lo más hondo de mis entrañas, como el alien del octavo pasajero, fíjese. Sin embargo, con más calma que Fernando Simón en tiempos de pandemia, le dije: “Otra semana más sin móvil”. ¿Qué has dicho? Sus ojos me fusilaron ipso facto. El silencio pesó tanto en el comedor durante los segundos en los que ambas nos retamos con la mirada que ni siquiera el aire se atrevió a moverse. Finalmente, Sara, de muy malos modos, se marchó a su cuarto y cerró la puerta de un portazo.

¡Dios mío, la situación ya era insoportable y sólo llevaba tres días sin móvil! ¿Qué iba a ser de mí con una semana más en aquella situación? ¡Había añadido una semana más a su condena! Perdón: ¡¡A nuestra condena!! Enseguida me arrepentí de lo dicho, pero… ¡qué le vamos a hacer! No me retracté.

Así que llegó el viernes. Yo venía cansada como una mula de trabajar todo el día. Cenamos y, acabada la cena, Sara se levantó y apareció vestida para salir.

—¿Dónde vas? —le hablé, puede que por primera vez en todo el día.

—He quedado con mis amigas —se vio forzada a contestarme.

—Ya sabes que no puedes salir sin fregar los platos —le dije—. Además, no me gustan esas amigas con las que sales.

—No son tus amigas; no han de gustarte a ti —me contestó, desafiante.

Podría haberlo dejado pasar. De hecho, debería haberlo hecho, ya lo sé. La guerra que manteníamos había llegado demasiado lejos y era necesario rebajar la tensión en las trincheras. Sin embargo, en aquel momento, la ira se apoderó de mí y no me dejó razonar. El único pensamiento que arañaba mi mente es que no podía permitir que me hablara de aquel modo. De manera que le castigué sin salir.

Dos lagrimones surcaron su cara. Dos lagrimones que arrancó con furia cuando me dijo, antes de marcharse a su habitación:

—¡No sabes cuánto te odio!

Esas palabras, esas cinco palabras me hirieron más que si me hubieran golpeado en la boca del estómago con un bate de béisbol. Me trasladaron al pasado. A cuando yo se las dije a mi madre. Esas mismas palabras, ¿sabe usted? Esas cinco. Ni una más, ni una menos. Se las escupí a mi madre a la cara cuando ella me prohibió salir con Miguel, mi primer amor. Según ella, porque él no era lo suficientemente bueno para mí.

Bueno, pues Miguel ahora es el padre de mis dos hijas. Un hombre honrado y decente que me hace reír. Un hombre que me quiere y que ataría la luna con un lazo y me la traería al instante si yo se lo pidiera. Y mi madre es una mujer prepotente y huraña con la que apenas tengo relación y en la que, para mi desgracia, me había visto reflejada en demasiadas ocasiones durante esa semana. Y lo cierto es que aquello me hizo reflexionar. Me obligó a tomar perspectiva y a observar la situación con otros ojos: los de mi hija. Unos ojos que había olvidado que fueron los míos hace ya algún tiempo.

De modo que —y creo que esto es lo único bueno que puedo contarle hoy— entré en la habitación de mi hija y le pedí perdón. Sí, así, como lo oye. Me disculpé por mi comportamiento de los últimos días, por mi mal humor, por no haber sabido entenderla. Por intentar conducir sus pasos en lugar de acompañarla en los que ella quisiera dar.

Luego le dije que podía invitar a sus amigas a venir a la piscina de casa cuando acabaran los exámenes. Ella me miró sorprendida, pero aceptó, fíjese. Pienso que vamos por buen camino. Aceptó mis disculpas y mi invitación. Después de todo, parece que estas sesiones están siendo productivas, ¿no le parece?

Ahora está en casa con sus amigas pasando la tarde. Por cierto, creo que a mi hija le gusta una de ellas. En sentido romántico, me refiero. No, no; no se preocupe, tranquila. Descubrir esto hace unos meses me hubiera hecho perder la cabeza. Pero ahora ya no. Ahora voy a tomarme las cosas con calma y a dejar que ella sea quien tome sus propias decisiones. La guerra se ha terminado. Y además, me siento orgullosa de haber sido yo la portadora de la bandera blanca. Aunque, por otro lado... también en tiempos de tregua existen los espías, ¿no le parece?

De acuerdo, de acuerdo, no me mire así… Ya sé lo que va a decirme.

Por cierto, creo que se ha terminado la sesión. Nos vemos en quince días. Ya le pido la hora por teléfono a su secretaria. Adiós.

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