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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Enjaulados

Estoy nervioso. El corazón se me acelera y siento frío. Dentro de unos minutos abrirán las puertas y entrarán. Entrarán para examinarnos en nuestras jaulas y decidir a quién se llevan a casa. Y estoy nervioso porque no sé si prefiero ser elegido o no.

Conozco historias terribles de compañeros que han ido a parar a casas donde sus dueños los han disecado para convertirles en objetos decorativos de su salón. O compañeros a los que han comprado solo por el placer de poder dejarlos libres después y perseguirlos hasta acabar con sus vidas. U otros que han sido exterminados con el único fin de usar partes de su cuerpo como materia prima para producir alguna sustancia o producto, como si nuestras vidas no tuviesen ningún valor.


Las puertas del almacén se abren y el sonido de voces y pasos lo inunda todo. Los enjaulados permanecemos quietos, temerosos y expectantes. Sin embargo, ellos caminan de un lado a otro llenos de júbilo.

Uno de los visitantes se detiene ante mí. Me observa frío al otro lado de los barrotes durante un instante eterno. Después se va. Yo expulso el aire retenido en mis pulmones. No le he gustado. Él a mí tampoco.

Me retiro hacia un rincón de la jaula y me convierto en un ovillo. El polvo levantado por la multitud y el ruido que produce me incomoda.

De pronto, dos de ellos se acercan a mí. La mirada del pequeño chispea de felicidad y se aferra a los barrotes de mi jaula.

—¡Ahhhh, qué ojos tan bonitos! ¡Quiero este!

—Muy bien. Pero no toques los barrotes.


Ya en la casa de mis nuevos dueños continúo enjaulado. Me hallo en una gran sala y el pequeño ser me habla con dulzura a pesar del sonido hueco de su voz. Lanza un trozo de carne del tamaño de una galleta al interior de la jaula.

—Ala, come —me dice.

Yo me acerco y lo huelo. El olor que desprende es extraño, aunque hace tanto tiempo que no entra nada en mi estómago que decido aventurarme.

—Un poquito más —dice lanzando otro trozo.

Yo lo introduzco en mi boca y lo mastico despacio. Está duro y no noto sabor alguno pero, al menos, es alimento. Me cuesta tragarlo. Me quitaron la lengua hace tiempo, como a todos los demás.

—¿Ya se ha comido lo que te di? —dice el grande entrando en la sala.

—Sí. Todo.

—Muy bien. Dentro de unos minutos estará dormido.

—¿Y podré ponerle sus ojos azules a mi muñeca favorita?

—Claro que sí, cielo. Te enseñaré cómo hacerlo. Queremos que siga con vida para aprovechar alguna otra parte de su cuerpo en otra ocasión, ¿verdad? No querrás que pase como la última vez. Recuerda que no debe sangrar demasiado. Los humanos son delicados.

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