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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Enrique y Javier. Javier y Enrique

Había decidido que no podía seguir retrasando el momento de ir a verle. Desde que el día anterior tomó la decisión, una martirizante sensación de angustia crecía en su estómago. Era una opresión tan acuciante que no le había permitido cenar la noche anterior y que, en aquellos momentos, alejaba de sus labios incluso hasta un vaso de agua. Hacía una semana que Quique permanecía ingresado en el hospital y todos nuestros amigos ya habían ido a visitarle. Todos menos él. Solo con pensar en ello se agrandaba el nudo de su estómago.

Cuando llegó a la cocina su madre le miró de reojo. Le había preguntado unas quinientas veces durante la semana si no iba a ver a su amigo y hasta se había ofrecido a acompañarle. Al mirarla esa mañana, tuvo la completa seguridad de que se estaba mordiendo la lengua para no preguntárselo una vez más. Sin embargo, no lo hizo y salió de casa llevándose al pequeño de los hermanos, no sin antes dedicar a Javier una sonrisa y posar sobre su mejilla un tierno beso maternal. Y aunque de su boca no salió palabra alguna, sus ojos se lo preguntaron de nuevo.

Después de pasar unos minutos solo en casa cavilando sobre lo que diría su amigo al verle, salió de casa dando un portazo con más lío en la cabeza que si hubiera sido capaz de mantener la mente en blanco.

No hacia calor, sin embargo, le sudaban las manos. Caminaba deprisa aunque no le apetecía llegar a su destino. Cuando se detuvo ante un semáforo, estuvo a punto de girar sobre sus talones y caminar de regreso. Sin embargo, una fuerza invisible le obligaba a seguir arrastrando los pies.

Ya en la puerta del hospital no quiso pensar nada y se escabulló en un ascensor atestado de gente antes de que este cerrara sus puertas. Después, mientras caminaba por el frío pasillo de la planta de trauma, el olor a medicinas y comida insípida, junto al nudo que crecía en el estómago, casi le hicieron vomitar.

Delante de la puerta de la habitación de Quique, dejó escapar un largo suspiro y rezó para que nadie más estuviera dentro. Sin embargo, al empujar la puerta vio a la madre de su amigo sentada en un sillón a su lado.

—Hola Javi —le dijo ella nada más verlo. Él no pudo responder; algo atenazaba su garganta.

Su mejor amigo se giró hacia él sin pronunciar palabra y Javier deseó que la tierra se lo tragase.

—Aprovechando que tú estas aquí me bajaré al bar a tomarme un café —dijo la madre mientras cogía el bolso del armario.

Javier esbozó una tímida sonrisa e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza mientras la mujer salía de la habitación.

Una vez a solas, los amigos se miraron mientras Javier se acercaba despacio a la cama. Los pies le pesaban y sentía la garganta seca.Casi no encontraba el aire para respirar. Un cosquilleo se apoderó de su nariz y la bola que había en su estómago creció exponencialmente al advertir que unos hierros sobresalían de la pierna escayolada de su amigo y una especia de polea tiraba de ella hacia los pies de la cama. El brazo derecho lo llevaba sujeto junto a su pecho en cabestrillo y tenía un par de cortes en el otro brazo.

—Me alegra mucho que por fin te hayas decidido a venir a verme —le dijo Quique con una voz que a a Javier le sonó extraña.

—Quería haber venido antes pero…

—¿Te duele? —le preguntó su amigo.

Al oír esas palabras, Javier se llevó instintivamente la mano a su ojo. Se acordó de cuando su cabeza golpeó el suelo en el accidente y la visera de su casco se rompió sobre su cara provocándole la herida. Todavía tenía el ojo hinchado y amoratado.

—Que va. Ya casi está curado —le contestó—. ¿Y tú cómo vas?

—Me han dicho que la fractura curará bien y que podré andar; que he tenido suerte.

¿Suerte? ¿Aquello era suerte? Habían tenido un accidente con la moto y Quique se había llevado la peor parte: salió volando de la parte de atrás y aterrizó al otro lado de la carretera.

—Tío, no sabes cuanto siento haber perdido el control de la moto. Tenía que haber estado más atento. Tenía que haberme dado cuenta de que aquel capullo no tenía intención de frenar… —comenzó a decir Javier con la voz entrecortada.

Dos ríos salados fluían por sus mejillas. Ríos que había logrado mantener secos durante siete largos días. Siete interminables días en los que no había podido pensar en otra cosa. Siete desesperantes días en los que había vivido con el corazón encogido. Javier conducía la moto y no evitó que su mejor amigo saliera disparado por los aires.

—Escucha —le dijo Quique devolviéndole a la realidad—. Tú no tuviste la culpa, ¿me oyes? Fue un accidente, ¿de acuerdo? Si hubiera llevado yo mi moto ahora serías tú el que estaría en esta cama.

De repente, se oyó el crujir de la puerta. Javier restregó la cara con sus manos y soltó un “tengo que irme” mientras se dirigía a la salida con la mirada fija en el suelo.

—Sí, pero... ¡¡que no pase otra semana sin que sepa nada de ti, eh!! —le gritó bromista su amigo cuando este ya estaba fuera de la habitación.

Una leve sonrisa asomaba a la cara de Javi mientras caminaba de vuelta por el pasillo de la sala del hospital. ¡Este Quique es la ostia!

Y el nudo que había estado creciendo los últimos días en su estomago comenzó a encogerse.

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