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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Feromonas

En mitad de las viñas, el sol nos calienta la cabeza, el barro nos aprisiona los zapatos y el guía nos taladra los oídos. Habla sobre una especie de trampa confeccionada con olor a hembra de los bichos que pueden echar a perder la cosecha. Cual azafata de vuelo, indica como cuelgan de los extremos de las viñas para que los machos, atraídos por su olor, se introduzcan en ellas y queden atrapados para siempre. Sencillo y efectivo, dice. Sin embargo, mi único interés es acercarme a Carla, la tía más buena de la oficina que, casualmente, vuelve a estar sin pareja desde que hace un par de semanas dejó al estirado de Nicolás. En mi departamento hemos hecho una porra para ver quién es el primero que consigue arrancarle una cita. Y yo hoy pienso salir de aquí con su número en el bolsillo.

Cuando aquel pesado termina de enseñarnos las viñas —filas interminables de enanos soldados vestidos de verde y unidos a través de un cable entre sus brazos— nos dirigimos hacia la bodega. Yo tomo la delantera para acercarme a Carla pero, al desviarme del camino, piso una zona fangosa y resbalo. El incidente retrasa mi marcha y la distancia hasta mi objetivo aumenta mientras limpio de barro mi mano sobre la parte trasera de la pernera de mi pantalón.

Al llegar con el último grupo a la bodega, el guía ya ha empezado con sus explicaciones. Rodeados de barricas de madera en un espacio tan reducido y asfixiante que no hubiera cabido ni un solo compañero más, Néstor —alguien le llama por su nombre al formularle una pregunta— nos explica el proceso de fabricación de las barricas de roble. Dice que no emplean ningún pegamento para adherir sus tablas y que por eso, al entrar en su interior las moléculas de oxígeno, se propicia la oxidación del alcohol y se establecen puentes para una unión que ha de proporcionar más cuerpo al vino. A mí sí que me gustaría convertirme en tanino, volar por encima de las cabezas de todos los presentes y unirme a la antociana de Carla. ¡Eso sí que sería la unión perfecta!

De repente, Néstor calla y comienza el movimiento. ¡Es mi oportunidad! Estoy cerca de la salida y soy de los primeros en salir. Cuando su melena castaña aparece por mi lado, me deslizo entre mis compañeros y me sitúo detrás de ella. Su perfume y su cabello acarician mi cara. ¡Ummm, qué delicia! No me separaré de ella para poder sentarme a su lado en la mesa de catas.

Abren las puertas del restaurante y todos entramos en manada. Nos espera una larga mesa en forma de U con las copas dispuestas sobre ella y algunas bandejas de quesos y embutidos estratégicamente colocados. Carla camina y se sienta en un lateral. Una mano velluda se posa sobre el respaldo de la silla de al lado y la separa de la mesa. Yo me siento sobre ella. “Ocupada”, digo. Unos ojos enfurecidos me fusilan. Yo finjo no verlos.

Llenan nuestras copas y el tal Néstor, de pie frente de nosotros, prosigue con sus explicaciones. Coge la copa de vino por el tallo y la inclina. La observa. Coloca el dedo índice de la otra mano tras la copa y empieza a hablar del color del vino. Todos tenemos nuestras copas sobre la mesa, así que nos indica que las cojamos e imitemos sus movimientos. Obedecemos. Hacemos rodar el vino sobre el cristal para acabar observando que es “ligero en copa”. ¡Menuda gilipollez! Copio los movimientos de Néstor como un autómata sin apartar la vista del rostro de Carla. Intento que ella se gire hacia mí para iniciar una conversación, pero parece demasiado interesada en lo que el guía explica.

Néstor nos invita a meter la nariz en al copa y a oler el vino. Nos anima a señalar la fragancia que nos recuerda. Sin embargo, la única fragancia que llega a mi nariz es la de Carla: vainilla y limón, primavera, viento después de la tormenta.

“Moras”, dice alguien. “Romero”, suena en el otro extremo.

Néstor comenta que ha llegado el momento de probar el vino. Carla acerca el líquido a sus labios y yo me muero por ser esa copa. Pienso en saborear sus labios, sentir su calidez sobre los míos, explorar todos los sabores que habitan en su boca y sumergirme en ellos, disfrutar con ellos una y otra vez hasta que se fundan con los míos.

“Pimienta”, dice alguien al lado. “Clavo”, apunta una voz más al fondo.

Esto empieza a aburrirme. Dejo la copa sobre la mesa para coger un triángulo de queso manchego y se lo ofrezco a Carla para intentar llamar su atención, pero ella hace un gesto de rechazo con la mano sin apartar la mirada del guía. ¡Maldita sea!, pienso mientras mastico el queso. No entiendo cómo puede estar tan interesada en lo que nos cuenta ese tío. Ni tampoco entiendo qué hacemos aquí. Estos team buildings me parecen una soberana estupidez. En el bar de al lado de la oficina ya habría conseguido su teléfono, pero con este tío sin parar de hablar…

Cuando finaliza la cata, abandonamos nuestros asientos, después de escuchar los consejos de Néstor sobre educar la nariz: oler la fruta antes de probarla, la comida antes de introducirla en nuestras bocas y atracar los botes de especias del armario para ser capaces de reconocer sus olores después. ¡Se pensará el colega que no tenemos nada mejor que hacer!

Cuando quiero darme cuenta, Carla ha desaparecido y mi oportunidad se ha esfumado con ella. La actividad ha llegado a su fin y todos nos dirigimos a los coches. Yo me encamino hacia el mío cuando una figura apartada llama mi atención. Reconozco la espalda de Carla. Esta sola, de modo que camino hacia ella.

—Es bonito, ¿verdad? —le digo desplegando todo mi encanto.

—Lo cierto es que sí. Muy bonito.

Ante nosotros se extienden cantidades ingentes de cepas verdes, en filas ordenadas, como obedientes soldados a la espera de la batalla, castigados por el sol pero sin mover un músculo. El pueblo de Cigales, a su espalda. Al fondo, un libre cielo azul los envuelve, los resguarda, los protege.

—Da como paz, ¿no? —le digo.

Ella continúa mirando al horizonte. Yo, a ella.

—Escucha Carla...

—No Pedro; por favor, dejemos las cosas como están, ¿de acuerdo? Nadie va a llevarse la porra.

Después sonríe mientras saluda a alguien con la mano como si yo no estuviera delante. Acto seguido, me devuelve la mirada, seca.

—Nos vemos mañana en la oficina.

—Hasta mañana —contesto yo algo aturdido.

Mientras la veo alejarse me pregunto cómo se habrá enterado de lo de la porra.

El aroma a vainilla y limón, a primavera y a viento después de la tormenta desaparece por completo.

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