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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Las aventuras de Kipsi

El niño se cruzó de brazos y miró desafiante al libro que permanecía cerrado sobre su escritorio. Ese libro era el culpable. El libro, y solo él, era el responsable de que no pudiera ver la tele ni la tablet. ¿Pero qué se habían creído? Por mucho que su madre le insistiera, no pensaba abrirlo jamás. No iba a leer ni una sola palabra de lo que allí pusiera. No le interesaba en absoluto. ¡Un libro de aventuras…! ¡Buag! ¿Qué mayor aventura había que ver un episodio de Doraemon o jugar una partida al Among Us? ¿A quién querían engañar? Su madre no tenía ni idea de lo que hablaba. Ella siempre pensaba que tenía la razón, pero esta vez estaba equivocada y no iba a hacerle caso. Esta vez no se saldría con la suya.


Volvió a mirar al libro frunciendo el ceño y lo apartó de su campo de visión con un manotazo. Después fijó la vista en el cajón de juguetes que había debajo de su cama. Sí, jugaría un rato hasta que su madre le llamara para la cena. Podía ser divertido reencontrarse con sus viejos juguetes. Todo, menos leer ese asqueroso libro.


Se levantó de la silla, se sentó en el suelo delante del cajón y lo abrió. ¡Allí había de todo! El cajón estaba lleno hasta los topes de juguetes que ya casi había olvidado: el cuatro en raya, el quién es quién, hundir la flota, gestos,… El único problema era que para jugar con ellos necesitaba a alguien más y se encontraba solo en su habitación. Además, no podía pedirle a su madre que jugara con él porque ella le había mandado que leyera el dichoso libro. Bueno, rebuscaría más en el cajón. Seguro que encontraba algún cachivache con lo que pudiera jugar él solo.


En el fondo del cajón, sus manos tropezaron con unos viejos airgamboys con los que se estuvo divirtiendo durante un rato; cuando se cansó de ellos, comenzó a montar un puzzle de Mickey Mouse que tampoco acabó de convencerle; después, intentó conducir un coche teledirigido al que le faltaban las pilas; más tarde, dibujó un boceto con unas pinturillas y un papel arrugado que encontró por el cajón hasta que, harto de todo ello, volvió a alzar la mirada sobre el libro que todavía permanecía en su escritorio. Su madre le había dicho que no saldría de la habitación hasta que hubiera leído al menos un capítulo. Tal vez el primer capítulo no fuera demasiado largo. Tal vez, si leía rápido, aún le diera tiempo a ver un poco la tele antes de cenar.


Se levantó del suelo minado de juguetes, se sentó de nuevo en la silla de su escritorio y examinó el libro por el rabillo del ojo durante unos instantes. Después giró la cabeza hacia el lado opuesto, dirigió sus manos hacia el libro sin mirarlo y lo arrastró delante suyo sobre la mesa. Acto seguido cruzó los brazos sobre su pecho y comenzó a mover las piernas impulsadas por los dedos de sus pies mientras miraba a todas partes excepto al libro hasta que, finalmente, emitió un largo y sonoro suspiro. No se daba por vencido. Solamente abriría el libro por curiosidad. Quería saber cómo de largo era el primer capítulo. Nada más. Después lo cerraría y volvería a abandonarlo en la esquina de su escritorio para divertirse con cualquier otra cosa. No permitiría que el libro ganara la batalla.


Apoyó los brazos sobre la mesa a ambos lados del enemigo y lo miró sin atreverse a tocarlo. Era de un color marrón feísimo y olía a rancio. Tenía los bordes de la portada desgastados y unas letras horribles y amarillas decían: “Las aventuras de kipsi”. ¿Pero qué tipo de nombre era ese? Su madre estaba loca si pensaba que leería algo de lo que pusiera ahí dentro.


El niño se rascó la cabeza y después apoyó la cara sobre sus manos sin dejar de observar el libro con cara de abatimiento. Bueno, si tenía que leerlo lo haría rápido. Tal vez tuviera algún dibujo dentro. Cogió el libro con desgana y pasó la primeras páginas. Estaban amarillentas y con los bordes algo más oscuros. Parecía sucias y, sin embargo, no estaban arrugadas, sino lisas y suaves. Se detuvo en una en la que solo había escrita una frase en el tercio superior: “ A mi fiel amigo Kipsi; allá donde esté”. Otra vez ese nombrecito. ¿Y quién sería ese tal Kipsi?


Volvió la página y leyó: “Capítulo 1”. Enseguida pasó las páginas siguientes mientras las contaba hasta llegar al “Capítulo 2”. Cinco páginas. Tampoco eran tantas. Además, la letra era bastante grande. No había dibujos, pero igual no le llevaba demasiado tiempo leerlo. Bueno, empezaría con el primer párrafo y si le luego le parecía un rollo siempre podía dejarlo a la mitad. No era necesario que nadie se enterara de que había leído un poquito. Total, tenía que continuar en la habitación y ya no le apetecía seguir jugando… Buscó la página por la que empezaba el primer capítulo y comenzó a leer:


Cuando yo era apenas un cachorro me llevaron a casa del que se convertiría en mi mejor amigo: un niño llamado Rubén. Yo era tan solo una pequeña bola peluda gris que no paraba de maullar. Recuerdo que estaba asustado, pero en seguida me tranquilicé al oír la voz de aquel niño y sentir sus cálidas manos abrazando mi pequeño cuerpecito”


Casi sin darse cuenta, el niño empezó a devorar y devorar palabras; una tras otra, cada vez más y más rápido. Una frase llevaba a la siguiente y un párrafo al que venía después. De repente, ya no se encontraba en su habitación, sino en la pequeña cesta que describía aquel libro. Ya no tenía dos piernas sino cuatro patas y pelo por todo el cuerpo. Y podía verlo todo a muchos metros de distancia, incluso por la noche. Y podía escuchar sonidos que los humanos no oirían ni en un millón de años. Y era ágil. Muy ágil. Podía moverse sin ser visto y sin hacer apenas ruido. Y saltar. Dar unos saltos enormes persiguiendo todo tipo de bichos. Podía incluso subirse a un árbol y pasear sobre sus ramas sin romperlas. Y sentir las caricias de una mano amiga sobre su lomo. Y ya nunca estaba solo. Su fiel amigo Rubén le acompañaba en todas y cada una de sus andanzas.


En ese preciso momento Rubén y él iban camino de una nueva aventura. Se dirigían a casa de un compañero para hacer un trabajo de ciencias. Un trabajo en el que él también iba a participar. Rubén le hablaba de las ideas que tenía para el proyecto cuando de repente se paró en seco. Yo le observaba con curiosidad: mi amigo se había vuelto blanco y miraba con una expresión extraña en la cara a unos niños que cruzaban la calle en dirección hacia donde nosotros nos encontrábamos. A medida que los chicos se nos acercaban, yo iba notando una sensación extraña en mi lomo, como si se me clavaran miles de alfileres en él. Cuando los chicos llegaron a nuestra altura, yo me puse en guardia para defender a mi amigo y, cuando uno de ellos se rió y empujó a Rubén, yo ya sabía lo que tenía que hacer.


– Vamos cariño, que la cena ya está lista –le dijo su madre asomando la cabeza por la puerta–.


En ese momento el pequeño lector salió de golpe del libro. Ya no sentía los pelos del lomo erizados ni podía oler el miedo de su amigo. Ya no se sentía fiero y ligero al mismo tiempo. Volvía a ser de nuevo un niño sentado en la silla del escritorio de su habitación.


– ¡Ah! De modo que al final te has decidido a leer el libro –le dijo la madre al ver que tenía el libro abierto delante de él–. ¿Te gusta?


– ¿Puedo seguir leyendo un ratito más, mami? –le preguntó ansioso el niño–. Ahora está en un momento muy interesante. Seguro que iba a atacar a esos niños malvados para defender a mi amigo.


La madre miró el libro abierto delante de su hijo y sonrió. Sabía perfectamente de qué aventura hablaba su hijo. Ella la había leído y releído cientos de veces cuando era niña.


– Mira, haremos una cosa mejor. Como la cena ya está preparada cenaremos en un momento y luego podrás seguir leyendo un ratito antes de acostarte. O ver un rato la televisión conmigo, lo que prefieras.


– Si no te importa mamá, querré leer un rato más, ¿vale? –y, tras un momento de pausa, le pregunta de nuevo a su madre–: ¿Cómo sabías que me iba a gustar el libro, mami?


– ¡Ay, hijo, pues porque yo también fui niña!

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