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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Madre en la puerta hay un niño

Acababa de llegar a casa del centro comercial. El tumulto de gente a la caza de regalos para quien no los necesita ni los quiere y que, seguramente, no los disfrutarán ni agradecerán había sido demasiado para mis ancianas piernas y me había puesto nervioso y de mal humor. Todo aquel amasijo de gente apestando a sobaco y a prisas, chillando para hacerse entender por encima de los estridentes villancicos, más la sensación de estar viviendo algo que no me pertenecía me hizo volver a casa con disgusto y sin la cena. Igual daba; me prepararía cualquier cosa. Un huevo frito. ¿Qué importaba? Aquella noche no tenía por qué ser especial. ¿Nochebuena? ¿Noche buena de qué? ¿Por qué? ¿Quién había decidido que debía de ser buena para todo el mundo? ¿Dónde estaba escrito que debías pasarla con los familiares y ser feliz? ¡Mierda de convencionalismos baratos y de normas impuestas! Ya era demasiado mayor para dejarme llevar por semejantes sandeces. El tiempo corría en mi contra y la carrera ya estaba llegando a su fin.

Me fui a la cocina y abrí la nevera. En la puerta resbaló un solitario huevo. Suficiente. Lo cogí y me dispuse a hacerlo. Ni siquiera pondría la tele para que me hiciera compañía. No quería aguantar un programa de canciones navideñas en el que todos deseaban Feliz Navidad vestidos de fiesta y que probablemente hubiese sido grabado en julio. Me comería mi huevo frito y me iría a la cama. Eso sería todo.

Nada más sentarme a la mesa sonó el timbre. No pensaba abrir. Serían los niños del barrio para pedir los aguinaldos. Ya ni siquiera eso era auténtico. Ya ni siquiera se molestaban en cantar un villancico para obtener después sus chocolatinas o polvorones de premio. Solo tocaban a la puerta y exigían su dinero. ¡Pues que se fueran al infierno! Cogí un trozo de pan y lo unté con fuerza en mi huevo. Sin embargo, el timbre volvió a taladrarme los oídos. Enfurecido, lancé el trozo de pan sobre la mesa y fui a enviarles yo mismo al infierno. No obstante, al posar la mano sobre el picaporte de mi puerta la melodía de unas voces infantiles la atravesó aun sin abrirse.


Madre en la puerta hay un niño

más hermoso que un sol bello

yo digo que traerá frío

porque viene medio en cueros.

Niña dile que entre y se calentará

porque en esta tierra ya no hay caridad.


Entra el niño muy contento

y mientras se calentaba

le pregunta la patrona

de qué tierra y de qué patria [...]


Con la mano en el picaporte escuché un villancico que no había oido nunca. Uno nuevo para mí, pero que debía ser antiguo. Uno de esos que sobreviven a las generaciones, que pasan de padres a hijos y se enseña con ternura.

Transcurridos los tres minutos de canción abrí la puerta. Dos niñas esperaban en silencio en el porche de mi propiedad y me miraban entre sorprendidas y asustadas.

Tras unos instantes en los que permanecimos los tres en silencio, la más pequeña se soltó de la mano de la que supongo que era su hermana y se acercó a mí. Sacó una de las chocolatinas que llevaba en su cesta de mimbre y la colocó sobre mi mano.

—¡Feliz Navidad, señor! —me dijo con voz dubitativa aunque cariñosa.

Acto seguido volvió con su hermana y ambas se alejaron calle abajo.

¿Por qué había hecho eso esa niña? ¿Por qué me había regalado una de sus chocolatinas? Solo entonces me di cuenta de la humedad que recorría mis mejillas y que ellas habían visto antes que yo.

Entré en casa y me dejé caer en el sofá. Mi mirada se detuvo en una foto antigua en blanco y negro que había sobre el aparador. La única de ella que había dejado expuesta. Y le sonreí. Le sonreí como ella tantas veces me había sonreído.

Saqué el teléfono móvil de mi bolsillo y marqué el número uno.

—¡Hola hija! ¿Todavía llego a tiempo para la cena?

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