Siempre he odiado la mentira. Me parece cobarde y ruin. Ni siquiera soporto aquellas que tildan de piadosas. No les encuentro valía ni sentido. Una mentira es una mentira, lleve el apellido que lleve. Abre una herida muy difícil de cerrar con una cicatriz que arrastrarás por siempre. La mentira genera desconfianza, y la desconfianza, susceptibilidad. Ya nada podrá volver a ser como antes por mucho que lo intentes. Un lazo invisible se ha roto y ya nunca se podrá reparar.
En mi caso, todo empezó con una nota. Un papelito inocente en el libro de lectura de Nieves, mi mujer. Ella siempre usa puntos de libro, por lo que la visión de un papel sucio y arrugado asomando entre sus páginas llamó mi atención. “Quedamos mañana donde siempre. Estoy deseando verte”.
Como es natural, aquello me extrañó y enfureció casi a partes iguales. Entre nosotros no había secretos. O, al menos, eso era lo que yo pensaba. ¿De cuándo sería esa nota, de ayer, de hoy, de hace unos días?
Quise darle la oportunidad de confesar.
—¿Has quedado con alguien?
—¿Quién, yo? ¿Con quién voy a quedar yo?
—¿Y tienes planes para esta tarde?
—No, nada especial —tardó en contestar.
—Pues si te parece, aprovechando que esta tarde Jorge tiene clase de teatro, podríamos salir a comprar su regalo de cumpleaños.
Estábamos en la cocina. Ella preparaba una ensalada mientras yo ponía la mesa. El cuchillo interrumpió su golpeteo sobre la tabla de cortar. Las neuronas en la cabeza de mi mujer buscaban la mentira adecuada para poder acudir a su cita.
—Perdona, cariño. No podrá ser. Acabo de recordar que Fina me pidió que le acompañara esta tarde al veterinario con su gato. Su marido trabaja. Perdóname. Se me había olvidado por completo.
Siguió cortando el pepino sobre la tabla sin mirarme. Yo no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
Comimos los tres en el silencio. No pude echar mi acostumbrada siesta. La desazón me corroía por dentro. ¿Con quién se veía Nieves a escondidas? ¿Sería hombre o mujer? ¿Qué secreto guardaba? El torbellino de pensamientos que se arremolinaba en mi cabeza me impelió a ir en busca de una explicación.
Encontré a mi mujer en nuestra habitación.
—¡Ah, hola, cariño! No te había visto —me dijo mientras ocultaba su ropa interior de encaje negro bajo el vestido—. No sé a que hora acabaremos del veterinario y es posible que después me quede un rato en casa de Fina. ¿Te importa?
A mí lo único que me importaba era descubrir su mentira. Mi mujer no iba a ir a ningún veterinario ni estaría después en casa de ninguna amiga. Mi mujer había quedado con su amante y me tomaba por tonto. Desistí en mi intento de preguntarle sobre lo que estaba pasando porque tenía la seguridad de que volvería a mentir. Su descaro me enfureció, aunque lo disimulé muy bien.
—Me parece perfecto, cariño. Así podré terminar un trabajo pendiente —le dije tras darle un beso en la mejilla.
Ella no era la única que sabía mentir.
En cuanto nos quedamos solos, mi esposa soltó un “hasta luego” y salió de casa con abrigo y sombrero. ¡Con sombrero! Ella jamás usaba sombrero. Ni siquiera sabía que tuviera uno. Dejé mis papeles sobre la mesa, agarré mi gabardina y salí al frío de la calle.
La perseguía a cierta distancia. Ella miraba insistentemente hacia los lados y andaba con pasos cortos y rápidos, como si llegara tarde a su cita. Aferraba el cuello de su abrigo con una mano y con la otra sujetaba el sombrero. El entallado abrigo marcaba sus curvas. Imaginé las manos de su amante sobre el encaje de su ropa interior y tuve que reprimir una arcada.
Sacudí la cabeza y aceleré el paso.
Nos dirigíamos hacia las afueras del pueblo. Nieves cambió de acera y yo divisé a lo lejos a un amigo común, Francisco, que caminaba en mi dirección. Lamenté no disponer de gorra o sombrero que ocultara mi rostro. ¡Qué lista había sido ella! Francisco levantó la mano a modo de saludo y yo recé para que no gritara mi nombre. Gracias al cielo, se escucharon mis plegarias.
Tras un “lo siento; tengo mucha prisa”, salí disparado a la caza de mi mujer dejando a mi amigo con la palabra en la boca. Sin embargo, cuando doblé la esquina, Nieves había desaparecido. Corrí por la calle hasta el siguiente cruce y miré a ambos lados. Ni rastro de ella. ¿Dónde se había metido? El sol se escondía tras los edificios y el frío comenzaba a calarme los huesos.
Me decidí a tomar la calle de la derecha y apreté el paso. Si había ido en esa dirección, todavía era posible que diera con ella. Al girar la esquina, divisé a lo lejos el antiguo cine. Los últimos clientes pagaban sus entradas y de adentraban en la sala.
De repente, el abrigo y el sombrero de mi mujer salieron de una esquina y se dirigieron hacia la taquilla. Sacó una entrada y se introdujo en el cine con prisas.
La imité.
El olor a rancio de la sala me tiró de espaldas. ¿De veras mi mujer y su amante no habían encontrado un sitio mejor? Me senté en la última fila y entrecerré los ojos a la espera de que se acomodaran a la penumbra de la estancia. Busqué entre las cabezas que sobresalían de las butacas el sombrero de mi mujer. Delante de mí unos jóvenes comían pipas y cuchicheaban. Un poco más adelante, la sala estaba infestada de cabezas que sobresalían, pero ninguna llevaba sombrero. Al otro lado del pasillo, a la izquierda, un hombre fumaba y exhalaba el humo hacia la pantalla. ¿Dónde se había metido mi mujer? A la derecha, unas filas por delante, divisé la melena de Nieves, sin sombrero. No había nadie a su lado. ¡Qué extraño!
—¿Con que en el veterinario, eh?
—¡Roberto! —se sorprendió mi mujer— ¿Qué haces tú aquí?
—Lo mismo podría preguntarte yo.
—Baja la voz, que van a oírte
—¡Al diablo si me escuchan! Quiero saber qué coño haces tú aquí.
Algunas cabezas de mitad de la sala se volvieron y chistaron demandando silencio. Mi mujer se arrebujó en su asiento y volvió a pedirme, nerviosa, que bajara la voz. Yo suspiré y le urgí a que me diera una explicación convincente si no quería que montara un escándalo.
—De acuerdo. Pero prométeme que no te enfadarás.
—¡Nieves, por el amor de Dios! No estás en disposición de exigir nada.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero baja la voz. —Suspiró y añadió, resignada—: Tu hijo está unas filas más adelante, así que, por favor, no chilles.
—¿Jorge? ¿Jorge, aquí?
—Si. Me llamaron del instituto hace unas semanas porque no acude a clase de teatro desde hace un mes. Me extrañó, pero antes de comentártelo decidí investigar por mi cuenta cuál era el problema y por qué no nos había dicho nada. Ya sabes que tu hijo es muy callado para sus cosas. Y esta mañana he encontrado una nota en su cuarto que decía: “ Quedamos mañana donde siempre. Estoy deseando verte”. De manera que me he decidido a seguirle para averiguar qué estaba pasando.
—¿Y dónde está?
—Da igual. Vámonos a casa y te explico tranquilamente lo que pasa.
—Yo no me muevo de aquí sin ver a mi hijo. ¿O acaso me estás mintiendo?
Mi mujer cerró los ojos y exhaló un suave suspiro.
—Está bien. Que sea lo que Dios quiera. Mira a la izquierda del todo. Al otro lado del pasillo. En la penúltima fila.
Obedecí. Jorge estaba allí, sentado al lado de otro chico.
—¿Con quién está?
—Con Carlitos.
—¿Y tanto follón solo por esto? ¿Para ver a mi hijo sentado en el cine con su mejor amigo?
Nada más pronunciar estas palabras el estómago se me encogió. La mano de mi hijo se deslizaba sobre la entrepierna de su amigo y Carlitos echaba la cabeza hacia atrás. No puede ver más.
Ahora, cada vez que miro a Jorge, mi mente regresa a la mano sobre el pantalón de su amigo y soy incapaz de hablar con él. Mi hijo me encuentra extraño, me pregunta si estoy bien, si puede ayudarme en algo. Yo le contesto que todo va perfecto, que me preocupa un poco el trabajo, pero que eso es todo. Mentiras. Una tras otra. Mentiras y más mentiras. Mentiras para enterrar una verdad a la que no soy capaz de enfrentarme. Mentiras que siempre he odiado y ahora no puedo evitar.
Todos queremos la verdad, pero no sabenos aceptarla... real como la vida misma. Al parecer la mentira solo se justifica si parte de nosotr@s... me ha gustado mucho, te identificas con todas las situaciones, por muy diferentes que sean, vas saltando de una a otra....😉
Interesante… todo el mundo miente, hay grados de menos verdades a mayores embustes… al final debe salir la verdad para darnos la oportunidad de aceptarla o no.
Me gusta la exposición del relato. Mentiras, desconfianzas…realidades de la vida.