No se escucha ni un solo gemido en la iglesia, ni un sorber de mocos, ni un suspiro. Solo el batir de los abanicos y el ronroneo de las palabras del cura. Ni el tímido sol se atreve a penetrar por las vidrieras, sucias y destempladas. Tampoco hay lágrimas. Ni siquiera las de tu mujer, mi madre, sentada de luto riguroso en la primera fila. Siento que debería estar a su lado y la culpa me acecha, aunque no lo suficiente para arrastrarme hasta allí. Sin embargo, me retiene aquí, como me obligó a prometer, al final de un templo sucio, viejo y medio vacío.
Nunca entendí por qué no te abandonó, por qué siguió a tu lado a pesar de los pesares; por qué no se vino conmigo, o con su hermana, con una amiga, o con quien fuera antes de permanecer a tu lado; al lado de un hombre que le amargaba la existencia y le arrebataba la sonrisa, de un hombre que le consumía la energía y lo cubría todo de una nube espesa y gris cuando no negra.
Y es que tú siempre fuiste un narcisista y un prepotente de mierda. Creaste a tu alrededor una imagen de esposo y padre ejemplar que nada tenía que ver con la realidad. Recuerdo que una vez, siendo niña, escupí en el café que me obligabas a prepararte cada mañana.
Hubo un tiempo en que me dio por pensar que tú no tenías la culpa, que no te criaste con cariño y que por eso no lo sabías dar. Que el hecho de que solo te quisieras a ti mismo quizá fue tu forma de sobrevivir cuando eras crio y luego ya no supiste desprenderte de ello, como un olor que se te pega y no se marcha por mucho que te restriegues la piel con agua y jabón. Solo que tú nunca tuviste ninguna intención de enjabonarte para deshacerte de él. Yo creo que incluso te gustaba. Solo lo intestaste cuando te diste cuenta de que el tufo era insoportable para muchas más personas de las que sospechabas y advertiste que la gente se alejaba de ti. Sin embargo, ya era demasiado tarde. El hedor se te había incrustado y no había forma de enmascararlo.
Una vez, ya de adulta, volví a casa y tú no estabas —siempre volvía a casa aprovechando tus ausencias, supongo que te percatarías de ello—. Madre me contó que habíais discutido y que, otra vez, la discusión había venido acompañada de algún que otro golpe. Me enfurecí tanto que comencé a prepararle la maleta. “Te vienes conmigo”, le dije. Yo iba y venía por la habitación metiendo blusas y faldas en aquella caja rancia y vieja que teníais por maleta y, sin embargo, ella permanecía sentada sin inmutarse; solo una resignación espesa acaparaba su rostro. Una resignación que se había apoderado de él y que ya no lo soltaría jamás. “Dios puso este hombre en mi camino para hacerme mejor persona, para aprender”. “Ya has aprendido bastante, madre. Ahora sigue con tu vida. No necesitas esto. Vente conmigo”.
Como tantas otras veces intenté razonar con ella y, como tantas otras veces, no la pude convencer. Salí de vuestra casa envuelta en un mar de lágrimas y, sin embargo, sus ojos permanecían secos como el cauce de un río que olvidó que lo era. ¡Cuánto daño le hiciste!
Porque tú todo lo arrollabas, todo lo atropellabas con tu mal genio, tu prepotencia y tu soberbia desmedida. Siempre tenías que ser tú el que tuviera la razón; siempre éramos los demás los equivocados. Como aquella vez que vinieron los tíos a casa a cenar y discutiste con ellos de no sé qué simplería. Después de aquello, no volvieron a aparecer por casa, y no les culpo. Si mi madre quería ver a su hermana tenía que ser ella la que se desplazase cuando tú no estabas. Y así la fuiste alejando de todo y de todos, incluso de mí, que no pude soportarlo y también me alejé de ella y de todo lo que a ti te rodeaba.
Y ahora mírala, escuchando estoicamente las palabras de un sacerdote que habla de ti como si hablara de otro, porque utiliza las palabras respeto y amor que tú no conocías. Con su hermana a su lado. Estoy segura de que tú te alegras de que al fin haya venido a verte. Seguro que piensas que te has salido con la tuya aunque para eso hayas tenido que morirte. Siempre teniendo la última palabra. ¡Serás desgraciado! Pues no estés tan seguro. Cuando todo esto acabe, la tía y yo nos iremos a celebrarlo aunque madre no nos acompañe, puedes apostar por ello.
El sermón continua bajo un pesado manto de calor y silencio. Tuviste que morirte en sábado para ser el protagonista del día del Señor. Siempre queriendo estar por encima de todos y de todo, incluido Él. Como aquella vez que le decías a madre que si nos rodeaban las desgracias era porque a Él no le importábamos en absoluto o porque no existía. ¡Sacrílego asqueroso! Y ahora estás aquí, presidiendo una misa que no te mereces. Al menos me queda el consuelo de que si supieras donde estás te levantarías de tu caja y te irías cagando leches; solo que no puedes hacerlo.
Sonrío ante mi ocurrencia y me doy cuenta, demasiado tarde, de que la mujer del boticario me observa y cuchichea algo al oído de doña Felisa. En el fondo me importa un bledo lo que digan de mí. Más les valdría meterse en sus propios asuntos; tienen bastante donde escoger.
Acunada por las palabras del cura, mi mente vaga hacia la vez que Rocío, mi mejor amiga del colegio, vino a casa para hacer un trabajo en grupo. Estábamos sentadas a la mesa del comedor porque teníamos que hacer un mural y en el escritorio de mi habitación no teníamos suficiente espacio. Tú llegaste del trabajo, diste un portazo y comenzaste a blasfemar contra los jefes de la fábrica. Ambas nos giramos hacia ti. Al darte cuenta de la presencia de Rocío cerraste la boca tan de golpe como instantes antes habías cerrado la puerta, te desprendiste de la bata con parsimonia y te acercaste a nosotras con una sonrisa, preguntando si podías ayudarnos en algo, como si aquellas sucias palabras que acababas de pronunciar no hubieran salido de tus labios.
Jamás se me olvidará la manera en la que miraste a Rocío. Aquella mirada que yo tan bien conocía y que llegué a odiar tanto.
Yo comencé a recoger el mural con prisas alegando que lo terminaríamos otro día, que teníamos otros deberes pendientes que podíamos acabar en mi habitación. Sin embargo, tú insististe en que nos quedásemos en el comedor y en ayudarnos con el mural. Y yo tuve que soportar esa mirada durante al menos una hora más y encontrármela de nuevo esa noche tras el silencioso picaporte de mi cuarto que tú abrías cada vez que te venía en gana.
¡No te haces idea de la alegría que me produce saber que estás dentro de esa caja! ¡Saber que no podrás hacer más daño! Vislumbro a lo lejos las tablas de pino que te envuelven y pienso que ni siquiera eso te mereces. La tierra debería cubrir directamente tu cuerpo para que los gusanos lo corroyeran y no quedasen ni los huesos. A ver si de ese modo tu putrefacto hedor quedaba enterrado para siempre donde no pudiera dañar a nadie.
Los acordes de Dale el descanso, Señor comienzan a sonar y el cansancio asciende por mis piernas y se aferra a mis riñones. Desearía sentarme, aunque fuera en la última fila, pero no quiero arriesgarme a que nadie me hable o me mire. Me doy cuenta de que mantengo los puños cerrados y todo mi cuerpo está en tensión. Deseo salir corriendo e irme lejos. Huir de esta iglesia, de este pueblo, de ti. Aunque soy consciente de que, por mucho que me aleje, tu recuerdo me perseguirá siempre como un mal sueño; como el perro de caza que jamás suelta a su presa.
La canción llega a su fin y un leve murmullo planea sobre las filas de la iglesia mientras la gente se levanta de sus asientos para abrazar y besar a mi madre. Solo entonces me percato de la humedad en mis mejillas, que retiro con rapidez mientras mantengo las manos en la cara rezando para que nadie se acerque. No podría soportar un pésame vacío, unas palabras huecas. Decido que ya he cumplido mi promesa y me alejo de allí con paso firme. Esperaré a mi madre y mi tía bajo el álamo de la plaza del pueblo.
Sentada a la sombra de sus viejas ramas respiro tranquila. Ya no siento la opresión en el pecho que me ahogaba en la iglesia, ni el calor asfixiante de sus cuatro paredes. He desabrochado los dos primeros botones de mi vestido negro y el viento acaricia mi nuca y me revuelve el cabello.
Con la cabeza hacia atrás y las manos apoyadas en el banco de piedra, el aroma a hierba mojada, musgo y madera relajan mis sentidos. El sol se filtra entre las hojas del viejo árbol al tiempo que el viento las mece y el trino de un jilguero acompaña a la estampa.
Tal vez sea el momento de pasar unos días con mi madre. Podría teletrabajar unas semanas desde su casa y ayudarle con todos los trámites. Poner todo un poco en orden.
Desde luego nunca le confesaré lo que te hice. No podré explicarle tu mirada de sorpresa cuando sentiste la aguja clavada en la piel y susurré un “hasta nunca” en tu oído. Nadie debe saberlo. Solo tú y yo. Será nuestro secreto, como solías decirme. Ya sabes que soy muy buena guardando secretos. ¿Recuerdas?
Increíble relato y el final magnífico.
Me he metido en la piel de la protagonista desde la primera frase. He podido compartir sus sentimientos. Magnifica narración
Me encanta. He vivido en primera persona la rabia, la agonía y la venganza de la protagonista. 👏🏻
Buena despedida, después de lo vivido... el relato despierta muchos sentimientos, me gustaría ser escritora para poder expresarlos. Magnífico trabajo.😍😍😍
Buenísimo! Me ha encantado. Bravo.