Todas las mañanas olían a vieja costumbre desde que, doce años atrás, Carmen me rescatara del escaparate de la antigua tienda de botánica, me envolviera en papel dorado y me obsequiara a Manuel por sus bodas de oro. Ella se levantaba temprano y preparaba café mientras él remoloneaba un poco más en la cama y venía a buscarme después, a su viejo compañero bonsái, para colocarme sobre la mesa de la cocina y mimar mis verdes hojas mientras los tres disfrutábamos juntos del despuntar del día.
Sin embargo, el inicio de aquella mañana fue distinto. No me despertó el aroma a café y Manuel se demoró en venir a buscarme. A través del cristal de la ventana, los tonos anaranjados del sol daban tímidos golpecitos en su espalda mientras un denso silencio nos rodeaba y los segundos pesaban en el aire.
Manuel, muy despacio, posó en silencio sus manos sobre mí y sus dedos —fríos, temblorosos e inseguros— comenzaron a acariciar mis hojas. El sol penetraba en la estancia y avanzaba con confianza mientras un jilguero nos acompañaba con su dulce melodía.
Los dedos de Manuel trepaban por mis ramas cada vez más cálidos y firmes.
Me gusta la forma en la que captas el momento y explicas el significado de esa mañana de pérdida. Muy inteligente filtrarlo a través de la planta (que sabe poco) y aún así decir tanto.
Felicidades.
Tierno y frágil…
Cada día es un regalo, no debemos darlo por sentado. Bonito y triste al mismo tiempo. Precioso🥰