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Foto del escritorS.D.Esteban

Pares sueltos

Mi hermana pequeña vuelve a tener novio. “Tres meses le doy”, me ha dicho mi marido. “No quiero saber nada de él hasta que pongan fecha de boda. No me apetece tomarme la molestia de conocerlo y que después se vaya todo al garete como siempre”.

Y es que mi hermana ha tenido unos cuantos novios antes que este; tantos, que hasta he perdido la cuenta. Siempre empieza sus relaciones con mucha ilusión, con el pensamiento de que ese chico será el definitivo y la llevará al altar. Pero la iglesia nunca llega y su relación no va más allá de unos cuantos meses, tras los cueles se dedica a recuperarse del fracaso y se encamina hacia el siguiente.

Sin embargo, hay que reconocer que en los últimos tiempos lo lleva mejor. Ya no abriga la esperanza de una relación perenne. Ahora empieza sus noviazgos como el que compra yogures: sabiendo que lo hace con una fecha de caducidad en la tapa.

De todos modos, mi marido insiste: “No te crees ilusiones de que algún día habrá boda.”, me dice, “Tu hermana es una persona demasiado independiente. No creo que encuentre su pareja ideal a estas alturas. Además, pasados los cuarenta, ya solo quedan pares sueltos”.

Y a mí me viene a la cabeza la imagen de mi hermana en el mercadillo, con un sol de justicia sobre sus hombros, gotas de sudor cayéndole por el escote, un precioso zapato rojo de tacón alto en su pie izquierdo y buscando en el puesto, entre toda una maraña de zapatos usados y a buen precio, uno que le encaje en el otro pie. La imagino rodeada de ansiosas pero bien conservadas cuarentonas —que para eso mortifican sus cuerpos con interminables jornadas de gimnasio— empujándose unas a otras en busca del mejor par mientras sumergen con desespero sus anhelantes brazos en el mar de calzado sin encontrar, entre todos aquellos pares sueltos, ninguno acorde a sus necesidades. Y venga a bucear entre las chanclas, las bambas viejas, las pantuflas de estar por casa, las botas de vestir de tacón alto, los zapatos de salón, las zapatillas de trekking sudadas y los zapatos rígidos pequeños o demasiado grandes. La veo menear la cabeza y quejarse porque no hay forma de encontrar el calzado adecuado, aquel que se ajuste a su pie al menos durante un tiempo largo sin que le aprisione los dedos o le provoque ampollas en los talones; aquel que compagine con el valioso y versátil zapato que ella es.“Pares sueltos, todos con tara”, se lamenta mientras intenta encontrar uno aceptable que ponerse antes de que otra se lo quite de las manos.

“Tampoco es que tu hermana no tenga ninguna tara. Ella también tendrá sus cosas”, vuelve a la carga mi marido. Pero yo a mi hermana la veo como a un Manolo de suela roja o unos Miss García, elegantes y atrevidos. Un calzado que yo me pondría sin dudar, que luciría con orgullo y llevaría a cualquier parte.

Tal vez el problema sea que zapatos como mi hermana no se encuentran en dónde ella pretende comprar. Aunque, por otro lado, no todo el mundo debe ser de la misma opinión, pues mi hermana también está en ese montón del mercado sin que nadie la elija, esperando a calzar en algún pie sin sentirse engañada, pequeña o grande. Deseando ser de la talla y encajar bien.

No obstante, y echando un vistazo a su largo historial previo, también es posible que mi marido tenga algo de razón y no llegue el día en que ella encuentre el par que busca. El último lo llevó solo dos o tres meses. Tras unas pequeñas vacaciones fue directo al armario de zapatos desechados. Nada como un poco de tiempo compartido para comprobar si el zapato se ajusta bien a tu pie o te hace rozaduras en cuanto caminas más de la cuenta.

El anterior le duró un poco más, aunque no demasiado si contamos las temporadas en que no lo llevaba puesto. Mantenían una relación de esas intermitente. No tenían nada que ver: ella era una zapatilla de montaña y él una pantufla de estar por casa. Juntos no paraban de cojear. Yo creo que por eso tenían que tomarse pequeños descansos, para no acabar con dolor de cadera o malformación de espalda.

Sin embargo, el peor de todos, con diferencia, fue el que calzó durante más tiempo. Lo llevó puesto durante años aún siendo consciente de que le oprimía los dedos y le hacía rozaduras. Pero ella empeñada en llevarlo porque decía que no había otro igual, que era el zapato de su vida y que nosotros no sabíamos mirarlo con los ojos adecuados. Al final, fue él quien salió corriendo dejando a mi hermana descalza y con ampollas en el pie. Si bien es cierto que, para ser sincera, me alegro de que sucediera así. Estaba claro que aquel zapato le gustaba tanto que no iba a escuchar lo que nadie tuviera que opinar de él y hubiese sido incapaz de dejarlo en el armario antes de que aquellas ampollas se convirtieran en heridas imposibles de cicatrizar.

Por lo menos ahora ya no piensa ni se esfuerza tanto en encontrar el calzado perfecto. Dice que no está mal ir probando y que si le aprietan los que lleva puestos no tiene más que deshacerse de ellos y usar los zapatos de otra. Y ese específico calzado con dueña, según me confesó ella misma, lo lleva usando ocasionalmente durante casi toda su vida de adulta porque, según dice, se siente cómoda y relajada con él aunque, sin embargo, no lo compraría si estuviera a la venta. Follamigo, lo llama. ¡Vaya un término!

En fin, llamadme ilusa, pero aún sigo lustrando la esperanza de que mi hermana encuentre el zapato adecuado algún día. Que lo extraiga del montón, se lo calce y sienta que esta hecho a su medida. Tal vez sea el que lleva puesto ahora mismo, ¿por qué no? A veces, en el mercadillo, hay un zapato que no llama la atención y resulta ser el mejor de todos, uno que, por el motivo que sea, ha pasado desapercibido para el resto del mundo menos para quien estaba predestinado. No es que sea el zapato perfecto —no nos engañemos: ese no existe; todos tenemos tara—, pero resulta maravilloso para su pie y no para el de otra y eso es lo que cuenta al fin y al cabo, ¿no creéis? A mí me pasó. ¿Por qué no habría de sucederle eso mismo a mi hermana? ¿Por qué no puede tener un zapato esperando a que ella, y solo ella, lo saque del escaparate y lo coloque es su precioso pie para siempre? ¿Por qué no puede dejar de ser ella un par suelto? Cosas más raras se han visto.


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6 Comments


Lázaro Marco Salvador
Lázaro Marco Salvador
Jan 27

Hola Silvia

Comprendo lo que dice tu hermana y añado que el “...usar los zapatos de otra... calzado con dueña...” tiene la ventaja ¿? de que ya están domados, se ahora un paso. Otra cosa es lo que opine la dueña y el zapato 😉.

Al final de la línea 8 se ha colado un "...tras los cueles se..."


y creo que quizás falta busca

Tal vez el problema sea que zapatos como mi hermana BUSCA no se encuentran en


El relato me ha parecido muy divertido, entretenido y veraz. ⭐️⭐️⭐️⭐️⭐️

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S.D.Esteban
S.D.Esteban
Jan 28
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Ja, ja, ja. No sé por qué me da a mí que incluso l@s que ya poseen calzado propio van por ahí calzándose muchos pares sin hacerse demasiadas preguntas. Libre albedrío, lo llaman.

Muchas gracias por leer con tanta atención, Lázaro (¡Cómo se nota que tú también le das a la pluma!). Ya está corregida la errata de cueles. En cuanto a lo de "busca" lo dejo como estaba porque "mi hermana" también es un "zapato" y creo que queda mejor así. De todos modos, te agradezco el comentario y el esmero con el que lees y comentas mis escritos. Como siempre te he dicho: un gran placer contar contigo ;-)

Me encanta que te hayas divertido leyendo mi historia.

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montsefuster.mon
montsefuster.mon
Jan 27

Me ha encantado la comparación de encontrar una pareja con la búsqueda de unos buenos pares de zapatos. Un calzado adecuado para hombre o mujer… que pueda amoldarse sin rozaduras y si hay alguna, que se cure con una sola tirita ;)

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S.D.Esteban
S.D.Esteban
Jan 28
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Y, a poder ser, con una tirita pequeñita y que la rozadura sane pronto, pues me parece a mí que cada vez tenemos menos aguante y paciencia. En fin, Montse, debe ser algo de los tiempos que corren ;-)

Un abrazo muy fuerte y gracias por tu lectura y comentario.

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beaolis
Jan 27

Muy divertida la metáfora... pero el "calzado" nos separa del suelo que pisamos y de las sensaciones e información que nos transmite. Quizá mejor ir descalzas y ser conscientes cuando nuestros pies tocan el agua, el suelo... o una mano los acaricia😜

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S.D.Esteban
S.D.Esteban
Jan 27
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Estoy de acuerdo contigo, Bea. Si algún día pierdo mis zapatos, creo que marcharé descalza por el mundo ;-)

Un abrazo y muchas gracias por leer y comentar.

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