Érase una vez una princesa empoderada que trabajaba en la fábrica de zapatos de su ciudad natal. Su mayor ilusión era vivir de sus historias, pero los días pasaban y cada vez le resultaba más complicado encontrar un hueco en su apretada agenda para sentarse delante del ordenador a cumplir su anhelado sueño de modo que, poco a poco, lo olvidó en un rincón.
Un día llegó a la fábrica un príncipe azul. Bueno... una princesa, más bien. Y no azul, porque ya no era el color de moda, sino una princesa verde, mucho más ecologista y moderna que aportaba su grano de arena contra el cambio climático, tan en auge en aquellas fechas. Ambas princesas se enamoraron y unieron los caminos de sus vidas. No deseaban casarse, ni tan siquiera vivir juntas —la convivencia, ya se sabe: mata la pasión, decían—, pero aún así comenzaron una bonita y tierna relación de poliamor.
Cuando su noviazgo llegó a un punto en el que consideraron que debían ascender un escalafón, se hipotecaron por una bonita y gran casa en el campo —la cuidad comenzaba a ser cosa del pasado, aunque ya se sabe que las modas vuelven—. Al poco tiempo, ampliaron la familia con dos pastores alemanes, un gato siamés y tres gallinas — hoy en día no se es nadie si no tienes en tu gran casa de las afueras unos cuantos bichos que despierten a los vecinos todas las mañanas—. Durante un tiempo fueron muy felices, cada una con su coche, su trabajo, su cuenta bancaria particular y separada y su tiempo libre privado y en común.
Sin embargo, un día, la primera de las princesas de este cuento recibió un burofax con un despido objetivo aunque injusto y una mierda de indemnización, legal aunque despreciable. Como se encontraban pagando la gran casa de campo y la inflación subía casi tan rápido como su hipoteca variable, comenzaron a desesperarse y las discusiones se hicieron patentes en cada rincón de su fastuosa y prohibitiva casa.
La relación de poliamor acabó sin amor y tan abruptamente como había comenzado. La princesa verde se quedó con la casa, los dos perros y las gallinas —y, dicho sea de paso, con uno de los trans que había formado parte de su antigua y abierta relación— y la primera princesa con el minino y la vergüenza de tener que volver a casa de sus padres con treinta y cinco añazos a sus espaldas.
Estos, que no entendían la vida desordenada que hasta entonces había llevado su hija —ellos estaban demasiado mayores para eso, decían—, la aceptaron en casa y le devolvieron su antigua habitación, en la que todavía había un póster de Hombres G en la puerta sujeto con cuatro chinchetas.
Tras muchos días de llorar en su cuarto y de engullir lentejas en el comedor de sus padres franqueada por ambos, decidió desempolvar su sueño y plasmar sobre el papel su pequeña historia de amor. Con mucha ilusión y poco dinero, la envió a todos los certámenes de literatura en los que se ajustaba a sus bases y en los que no obtuvo ningún premio porque no era ninguna Sonsoles Ónega ni ninguna Sandra Barneda. Sin embargo, la princesa no se dio por vencida y modificó su relato hasta convertirlo en un cuento —parece ser que, en aquella época, se estilaban mucho más los cuentos para las pequeñas mentes infantiles que las anodinas historias costumbristas— y lo envió a una pequeña editorial con sentido del humor.
Al cabo de unos años —veintitrés, para ser más exactos— la editorial le contestó que estarían encantados de publicar su historia. La princesa accedió a una transacción en la que lo único que obtuvo fueron quince ejemplares. Y lo primero que hizo al tener entre sus manos la ansiada publicación fue enseñársela a sus progenitores, en la residencia en la que estaban ingresados, para que pudieran sentirse orgullosos de su vástaga.
Con una sonrisa en los labios volvió a casa de sus padres —que sería suya dentro de poco cuando estos fallecieran y tras pagar el correspondiente impuesto de sucesiones— y durmió plácidamente acompañada de David Summers.
Hola Silvia.
Has conseguido hacerme reír con el póster de los Hombres G.
Relato veraz donde retratas a esas editoriales de mier-a que abusan de las ilusiones de algunas personas.
Saludos
Por lo visto todos los cuentos tienen su origen en la vida real... un resumen de nuestras vidas; desde dónde empezamos hasta dónde acabamos ( con un poco de suerte cerrando el círculo ). Muy original. Nada es lo que parece y nada sucede como esperas... así que déjate llevar y disfruta del viaje.... Gracias por este cuento Silvia