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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Retorno a Bronchales

Era uno de agosto, todavía no había amanecido, y en mi casa ya se respiraba el trajín de comienzo de vacaciones de cada año. Mi madre, en la calle, intentaba agrandar el coche mientras nosotras le bajábamos todos los bultos que ella había preparado para llevarnos. Mi padre, a su lado, discutía sobre el mejor lugar para cada cosa. Uno metía un bulto en el maletero y el otro lo sacaba para colocarlo en otro lugar, hasta que mi padre se daba por vencido y decía: “¡Bueno, colócalo donde tú quieras. Yo voy bajando cosas”, a lo que mi madre respondía: “Pues eso es lo que tienes que hacer”.


A mí no me importaban sus gritos y discusiones. Yo me sentía feliz. Por fin había llegado el día en que volvería a ver a Jose Ignacio. Él era el guarda forestal de Bronchales, un pueblecito de Teruel en el que nuestros vecinos del piso de enfrente y nosotros hacíamos acampada libre todos los veranos. Vino a vernos de visita oficial el primer año y, desde entonces, se pasaba casi cada tarde al acabar su jornada por nuestra parcela para jugar a las cartas con “los adultos”.


Jose Ignacio tenía dieciocho años cuando lo conocimos. Yo, por aquel entonces, doce. Cinco años nos separaban. Un abismo entonces, pero ya no. Ahora era diferente. Ahora a mí me habían crecido los pechos y parecía una mujer. Ya no me miraría más como a una niña. Ya me había encargado yo de meter en mi maleta la ropa que mejor resaltara mis nuevas y hermosas protuberancias. Este año me miraría y me diría: “Pues sí que has cambiado”, y mi corazón se aceleraría y saltaría por dentro. Pero yo no diría nada. Solo sonreiría como había ensayado mil veces delante del espejo y dejaría que él se fijara en mis largas piernas depiladas bajo unos pantalones bien cortos y en mis nuevos pechos asomando bajo la camiseta de algodón que más se ajustara a mi cuerpo.


Una vez el Seat 127 estuvo cargado con las dos tiendas de campaña, la de dormir y la tienda de cocina, en la baca; los bártulos y la comida necesaria para un mes en el maletero; mis tres hermanas pequeñas y yo en el asiento de atrás con nuestras mochilas sobre nuestras rodillas, los sacos de dormir bajo nuestros pies y las mantas bajo nuestros traseros; mi madre con el mapa de carreteras en el asiento del copiloto; mi padre con el cigarro en la boca y las manos sobre el volante y la casete de la dirección general de tráfico con los divertidos consejos de gomaespuma entre canciones sonando de fondo, emprendimos la marcha hacia nuestro destino con el guardabarros del coche barriendo el suelo.


La pierna de mi hermana rozaba la mía ante la falta de espacio y el sudor fluía entre ellas, mis padres discutían sobre el camino a seguir, mis hermanas chillaban y no me dejaban escuchar la música... pero yo me sentía inmensamente feliz. Tan solo tres horas me separaban del hombre de mis sueños y sentía que esta vez sería diferente. Que este año sí se fijaría en mí. Me llevaría al pueblo en su moto, me invitaría a un helado, jugaríamos los dos solos a las cartas en su garita de Sierra Alta,… Este año todo sería perfecto.


Por fin llegamos a Bronchales, al rincón entre los pinos al lado de Fuentecillas que nosotros ya considerábamos como nuestro y en el que viviríamos durante un mes. Bajamos del coche y aspiramos el aroma de los pinos. Mis padres dejaron de discutir y juntos comenzaron a limitar nuestra parcela con una cuerda alrededor de los pinos, mis hermanas jugaban en en suelo sobre la hierba, los vecinos descargaban su tienda del coche y sacaban los hierros para montarla donde cada año, y yo, de pie mirando a la carretera, anhelaba, más que nada en este mundo que el sonido de la moto de Jose Ignacio acariciara mis oídos.


Le vi al día siguiente. Vino como siempre en su moto, en cuanto se enteró que estábamos allí de nuevo, para pasar la tarde jugando a las cartas con mis padres y mis vecinos. A ellos les contó que se había echado novia. Celia, dijo que se llamaba. Les explicaba que era del pueblo de al lado y que un día la traería y se la presentaría. Yo, escondida detrás de uno de aquellos pinos, escuchaba la conversación envuelta en lágrimas, sintiendo que el mundo se había acabado para mí.


No quise salir a saludarle. Ni ese día ni durante toda la semana. Ni siquiera cuando oí como le preguntaba por mí a mi madre mientras yo permanecía escondida en la tienda de campaña. No quería verle. Ya no quería que viera cómo había crecido ni cómo había cambiado. Ya no quería nada de él. Solo deseaba que la tierra me absorbiera y no tener que sentir aquel dolor en el pecho nunca más.


A los pocos días acampó cerca de nosotros una familia también valenciana.Tenían dos hijos. Uno tres años mayor que yo y otro dos años más joven. Enseguida mis padres entablaron amistad con ellos y mis hermanas y yo comenzamos a ir cada tarde a su parcela para jugar con sus hijos. Con el paso de los días, aquellas tardes se convirtieron en algo especial para mí. Contaba los minutos que faltaban para ir a su parcela y me ponía mi mejor camiseta para la ocasión. Cuando, mientras jugábamos, el hijo mayor me miraba, mi estómago daba un vuelco. Cuando me elegía de compañera en alguno de nuestros juegos, mi corazón saltaba de alegría.


El día en que, por casualidad, vi a Jose Ignacio en el pueblo, ya no me importó que saliera con la tal Celia. Yo iba cogida de la mano del que sería en unos años mi actual marido y que, además, me había invitado a un helado.

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