De pie, en medio de su estudio, me siento extraño. ¿Cómo es posible que, tras casi diez años de matrimonio, sea esta la primera vez que entro aquí? ¿Tan poco interés me generaba lo que ella hacía? Siempre fuimos muy diferentes, aunque eso no supuso ningún problema al principio, pero con el tiempo…
A mi alrededor, cada centímetro de esta habitación respira su esencia, tan diferente al resto de la casa. Las paredes rebosan fotos y dibujos en blanco y negro colgados de chinchetas sin ningún orden aparente, casi unos encima de otros. Fotos de bosques, de montañas, de nubes, de puestas de sol,… En una esquina, un caballete sostiene el dibujo de unas manos. Una bombilla roja sobre el marco de una puerta es el único toque de color en la estancia.
Su perfume flota en el ambiente.
Bajo la mirada hacia la carta que sostengo en mi mano: “Querido Pablo”. Doblo el papel y lo guardo en mi bolsillo como si de esa manera pudiera conservar una parte de ella. Como si, con ese gesto, pudiera retenerla conmigo para siempre. ¿De verdad me quisiste alguna vez?
Al alzar la vista de nuevo, tres fotos llaman mi atención. Son imágenes enmarcadas. No parecen tratarse solo de paisajes. Doy unos pasos hacia ellas al tiempo que levanto las cejas y parpadeo al constatar que se trata de fotos nuestras, imágenes en las que posamos nosotros tres.
Cojo la primera de las fotos. En el cristal se refleja mi rostro. Barba canosa, incipientes entradas, ojos enrojecidos. La mirada triste. Voy más más allá de mi reflejo y me encuentro con ella: su pelo negro desordenado recogido con un lápiz; su sonrisa, tan natural y tan viva; sus fuertes ojos que me miran. Sergio está a su lado. Los tres posamos tras una mesa con mantel blanco de flores sobre el que platos, copas y velas esperan dispuestos para una cena.
Mi memoria viaja hasta ese día. Estábamos de vacaciones en Bronchales. Nos quedamos a cenar a la casa del forestal y su mujer, que se habían convertido en buenos amigos nuestros. Fuimos a devolverle a su hijo Iván después de que pasara el día con nosotros en el camping. Recuerdo perfectamente aquel día. Debe de hacer como un año y medio. El verano pasado. Sergio tendría entonces 17 años, la misma edad que Iván. Fue un día de mucha calor. Los chicos estuvieron jugando a hacer una guerra de agua por la mañana mientras nosotros hacíamos la compra en el pueblo y, cuando llegamos, vimos que habían desperdiciado todo el agua con sus juegos. Les obligamos a ir andando hasta Fuentecillas para rellenar las garrafas de veinticinco litros que habían vaciado. Sergio se enfadó con nosotros por castigar también a Iván. Decía que no teníamos derecho a ello, que no éramos sus padres. Pero Iván no dijo nada. Cuando volvieron de la fuente cargados con las garrafas llenas, Selva pasó un rato con Iván haciendo unas cuantas fotos para que no guardase un mal recuerdo de ese día. Esa noche, en la cena con sus padres, tampoco comentamos nada del castigo. Ya había quedado olvidado para todos. Aún así, aquella cena fue algo extraña. No estábamos tan habladores como otras veces. Flotaba un silencio incómodo. Las mujeres estaban muy calladas. Fue una de las últimas veces que cenamos en su casa.
Me fijo entonces en otra de las fotos enmarcadas, la que ocupa el lugar de en medio. Estamos de nuevo los tres, posando de pie delante de una tienda de campaña. Esta foto tiene más años. Sergio todavía era un niño y sonríe pícaro a la cámara. Tendría unos doce años. Yo sostengo una caña de pescar con una mano y rodeo los hombros de Selva con la otra. Los tres sonreímos a la cámara. Se trata de nuestro primer año de vacaciones juntos. Selva quiso que fuésemos a Bronchales a hacer acampada libre. Pensó que a Sergio le sentaría bien cambiar de aires tras la muerte de su madre. Y acertó. Aquel año me aficioné a la pesca. Pasaba muchas mañanas solo en el río. A ellos no les gustaba acompañarme. Decían que era aburrido. Solo Sergio me acompañó alguna vez.
Mi mente escarba en los recuerdos un poco más para descubrir que la foto pertenece al día que nos visitó por primera vez Jose, el forestal. Venía a pedirnos la documentación y el permiso de acampada. Habíamos empezado a comer cuando llegaron. Selva, como es ella, enseguida les ofreció un plato de comida a él y a su hijo y ambos se quedaron a comer con nosotros. Jose nos explicó algunas anécdotas divertidas ocurridas durante el cumplimiento de su deber como guardia forestal. Su hijo empezaría a aprender la profesión y, años después, muchas mañanas sería él quien iría en su moto hasta Sierra Alta para vigilar que todo estuviera en orden. Nos reímos mucho. Sobre todo Selva, que es mucho más dada a conocer gente que yo. Acabada la comida los chicos se fueron a jugar por ahí y desde entonces se volvieron inseparables. Jose se tomó un café con nosotros y antes de que se marcharan Selva sacó la cámara de la tienda y les pidió que nos hicieran una foto. Desde aquella comida, Jose se pasaba por nuestra tienda a tomar café cada día antes de subir a Sierra Alta.
¡Qué curiosa es la memoria! Ya casi había olvidado como le conocimos. ¡Siete años hace ya! ¡Cómo pasa el tiempo!
El forestal y Selva congeniaron enseguida. Ambos son muy extrovertidos y habladores. Comenzamos a quedar muchas noches a cenar en su casa o en nuestro bungalow. Ellos tenían facilidad de conversación. Hablaban sobre arte o fotografía. Su mujer y yo somos más tímidos. A mí no me gustaba quedarme a solas con ella porque no sabía de qué hablar. En una ocasión en que Jose y Selva salieron a fumar a la terraza, yo comencé a hablar con Maica de pesca porque me incomodaba el silencio y casi todavía hoy puedo ver la cara de aburrimiento que intentaba disimular. Después, no sé por qué motivo, esas cenas se fueron espaciando. Fue algo que nunca comenté con mi mujer; prefería cenar en familia tranquilo.
Al observar la tercera foto, un chip se conecta en mi cerebro. Saco la carta que he guardado en el bolsillo trasero de mi pantalón y busco con rapidez el párrafo deseado.
“Por favor, no intentes buscarme. No me voy sola. Sé que esto va a ser duro para ti en un principio, pero quiero que sepas que tampoco ha sido una decisión fácil para mí. Nuestro matrimonio agonizaba desde hacía tiempo. Siempre hemos deseado cosas distintas. Tú eres feliz entre cuatro paredes, con tus cuentas y tus papeles, pero yo necesito rodearme de vida. Necesito respirar aire puro, disfrutar de la hermosura que nos rodea, volar alto y sin freno. Ya me conoces, siempre fui así. Una bohemia, como tú decías. Espero que entiendas que trate de encontrar la felicidad de nuevo. Tú tampoco querrías seguir a mi lado viendo como me marchito”.
Con la carta todavía en mi mano examino la última foto. Hay un río y, al fondo, puede verse un bosque de pinos. Ella está sentada en una silla plegable delante del río. Lleva un bañador rojo y un sombreo de paja le cubre la cabeza. Sostiene un bloc apoyado en una de sus piernas dobladas mientras dibuja algo sobre él. En un segundo plano de la foto, a la orilla de ese mismo río, estamos Sergio y yo. Cada uno con una caña de pescar entre las manos.
De nuevo vuelvo a hurgar en mi memoria. Sucedió hace dos veranos. Nos fuimos de excursión los cuatro al Río del Puerto. Iván y mi hijo se habían hecho muy buenos amigos y siempre que planeábamos una salida contábamos con él.
Selva estaba particularmente hermosa aquel día. Tenías las mejillas enrojecidas por el sol y esa preciosa sonrisa suya le iluminaba el rostro.
Sergio quiso aprender a pescar y yo pasé toda la mañana enseñándole. Fue divertido. Iván prefirió hacer fotos con Selva. Comimos sobre unas mantas a la sombra de los pinos. Las piedras se me clavaban en el trasero y eché en falta mi cojín, pero a los chicos y a Selva no parecía importarles comer en el suelo. ¡Ella parecía tan feliz!
Fue Selva quien recogió al chico por la mañana temprano de la casa del forestal. Siempre era ella quien lo hacía. Tardaron en llegar a casa y se nos hizo tarde. Demasiado tarde para pescar. Me dijo que tuvo que preparar algunas cosas del chico porque su madre trabajaba de turno de noche en el hospital, aún no había llegado y no había dejado nada preparado. Yo me extrañé porque Maica es muy organizada, pero no le di mayor importancia.
¿Y si…? ¡No, es imposible! Me hubiera dado cuenta… después de tantos años de amistad... No, no puede ser…
Busco de nuevo entre las letras de la carta que sostengo en mi mano.
“He encontrado a alguien con quien compartir mis ideales, que puede seguir mis pasos, que conecta con mi energía. Durante mucho tiempo intenté luchar contra mis sentimientos, pero me he dado cuenta de que ya no quiero seguir haciéndolo. No puedo apartar a un lado lo que siento ni quiero despertarme un día y preguntarme qué habría sucedido.
Por favor, dile a Sergio que lo siento mucho. Nunca quise haceros daño. Espero que llegue el día en que podáis perdonarme”.
En mi interior siempre supe que este día llegaría. Siempre pensé que lo nuestro tenía fecha de caducidad, quizá por eso no luché por ella cuando me daba cuenta de que la perdía. Porque me daba cuenta, de eso estoy seguro, solo que no quería verlo. Ahora lo sé: todas esas noches en las que salían a fumar a la terraza de su casa y se reían, todas esas miradas cómplices durante las cenas, el modo en que se hablaban, la manera en que ella rozaba su brazo,.. Puede que por eso dejáramos de quedar con ellos. Quizá Maica se dio cuenta; quizá ella sí se enfrentó a su marido, a la verdad. Yo preferí seguir ciego.
La vibración del móvil en mi bolsillo me devuelve al presente. “Jose el Forestal” se ilumina en la pantalla. Una mezcla de rabia contenida y curiosidad se agolpa en mi pecho. No estoy seguro de querer contestar a esa llamada. No sé qué le quiero decir a ese hombre, ni por qué me llama. Al cabo de unos segundos de insistente zumbido, presiono el botón verde y acerco el móvil a mi oreja.
—¡Tu mujer se lo ha llevado!
—¿Perdona?
—¡Que se lo ha llevado, te digo! ¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿No vas a hacer nada? No tienes sangre en las venas, ¡¿o qué?!
—Jose, no sé de qué hablas, tranquilízate. ¿Qué es lo que se ha llevado mi mujer? No te entiendo. ¿No está ella contigo?
—¿Conmigo? —pregunta extrañado—. ¡Te digo que se ha llevado a mi hijo!
—¿A tu hijo? ¿A dónde?
—¡Se han ido juntos! ¡Tu mujer y mi hijo están juntos! ¡¡Juntos!! ¡Llevan juntos más de un año!
—¿Qué? Pero, ¿qué estas diciendo?
—Me lo ha confesado mi hijo en una carta. ¡Dice que están enamorados! —tras una pausa añade—:¿Me oyes? ¿Estás ahí? ¡¿Me oyes?!
Pero yo ya no escucho nada. El teléfono ha caído al suelo y mi mirada está fija en las fotos. Las únicas tres fotos que ella enmarcó.
El rostro de Iván aparece en mi mente. Iván sosteniendo su cámara el primer día que lo conocimos cuando empezaba a ser un adolescente, sonriendo a Selva mientras ella le indicaba como debía disparar la foto; Iván detrás de la cámara, sonriendo, mientras Selva le aleccionaba sobre fotografía durante toda la tarde del día que pasamos en el río cuando él ya tenía unos diecisiete años, cómo la miraba, cómo la idolatraba; Iván diciéndonos, cámara en mano, como debíamos posar en la foto antes de la última cena que compartimos en casa de sus padres cuando ya era mayor de edad y estudiaba en la Universidad. Iván, antes de esa cena, subiendo a su cuarto seguido de Selva para mostrarle unos dibujos.
Iván, Iván, Iván. Siempre estuvo allí y no supe verlo. Nunca sospeché… ¡Oh, Dios mío!
Giro sobre mí mismo mientras observo las paredes a mi alrededor, repletas de ella. Un leve mareo se apodera de mí. Una mano invisible estruja mi estómago. Necesito respirar; necesito aire. Me ahogo. Mi corazón se acelera y las nauseas asoman a mi garganta. Caigo de rodillas al suelo mientras busco desesperado el aire que no encuentro para llenar mis pulmones. Como un viejo perro enjaulado, intento atrapar, despacio, un oxígeno que casi no llega.
Poco a poco, mi respiración regresa a la normalidad.
Ahora que mi corazón ha cesado de bombear en mis oídos, llega hasta ellos un leve repiqueteo. ¿Estará lloviendo? No hay ventanas en su estudio. No puedo ver la lluvia chocar contra el cristal.
Todas esas montañas, todos esos cielos, todos esos bosques en blanco y negro….
Tú siempre necesitaste color.
A mi también me ha pillado desprevenida😍😍. Me viene a la cabeza esa frase: "cuando una puerta se cierra una ventana se abre"; aunque en este relato, parece que la ventana la abre ella con su propia voluntad... relato en el que se va desvelando todo poquito a poco... sobre el libre albedrío y lo que decidimos hacer con él. Enhorabuena👌🏻