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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Ciega

Apoyo mis dedos en la cerradura. Está fría. Introduzco la llave y la hago girar al tiempo que empujo la puerta. El familiar olor de mi hogar me da la bienvenida. Estoy cansada. Voy a comer un poco y a echarme la siesta después en mi sofá.

Dos pasos a mi izquierda. Deslizo la mano por la pared hasta topar con el mueble del recibidor y la pequeña bandeja de plata. Las llaves tintinean sobre ella.

Tres pasos. Rozo el perchero de madera, sus suaves bolas vacías. Cuelgo bolso y abrigo. Giro noventa grados. Seis pasos. Mi pie tropieza un poco antes de lo esperado. La silla se queja al arrastrarla los centímetros que le separan de su perfecto lugar.

Permanezco inmóvil. Escucho el tic tac del reloj de la cocina, los neumáticos de un coche se deslizan por la carretera, el perro del vecino ladra. Los sonidos me llegan amortiguados. Cerré la ventana antes de salir de casa. También coloqué la silla en su sitio. Siempre dejo todo en su lugar.

Uno, dos, tres. Mi respiración se acelera mientras cuento los pasos en dirección a la cocina. Un nuevo ladrido, cuatro, cinco, una corneja que grazna, seis, siete. ¿Es eso almizcle? Localizo con la mano derecha el marco de la puerta de la cocina que dejé abierta. El ladrido de un perro distinto y el sonido de una máquina cortacésped lejana se cuelan por mi ventana.

El aroma de almizcle, madera y vainilla me llega ahora con más intensidad. Me estremezco. No es una fragancia conocida. Con un nudo en el estómago continúo hasta adentrarme en la cocina. Ocho, nueve, diez. El ronroneo de la nevera y el tic tac del reloj suenan ahora más fuerte. Palpo la encimera hasta que mis dedos tropiezan con el dispensador de cuchillos que hay sobre ella. Mi corazón galopa en el pecho cuando, con disimulo, introduzco el cuchillo más pequeño bajo la manga de mi blusa y continúo el camino hasta la nevera dos pasos más. Saco el plato que dejé preparado ayer y lo introduzco en el microondas de al lado. Click.

Mi mente va a mil por hora mientras el plato gira sin cesar al compás del ronroneo del aparato. Si intento salir de casa me lo impedirá. Los vecinos demasiado lejos y las ventanas cerradas; nada se oiría. Si al menos fuera de noche y pudiera contar con la ventaja de la oscuridad...

El pitido del microondas me extrae de mis cavilaciones. La comida está lista. Abro un cajón y repiquetean los cubiertos. Busco a tientas un tenedor y después coloco el plato sobre la mesa, frente a la sala de estar. Mi corazón está desbocado. Aún así, retiro el film trasparente que cubre mi plato con aparente calma. Quien quiera que sea que está en mi casa me está observando. Presiento que se acerca, aunque no escucho sus pasos. Es sigiloso.

El olor de la albahaca fresca, el ajo y el parmesano se mezclan con el de la expectación. Pincho dos macarrones que introduzco en mi boca y mastico despacio sin encontrar sabor.

El aroma a almizcle se intensifica. Está cerca, muy cerca. Lo noto. Lo siento. Huelo su sudor. Mis músculos se tensan.


Todo sucede muy rápido. Sus manos en mi cuello. Mi tenedor en su cara. El cuchillo que sale de mi manga y rebana su garganta. La sangre caliente que recorre mi mano hasta alcanzar mi blusa. Salpicaduras en mi cara.

Un cuerpo inerte se escurre de entre mis brazos. Un golpe sordo sobre la mesa. Una silla que rechina.

Los sonidos de sus últimos esfuerzos por encontrar algo de aire para respirar me llegan desde el suelo. Su último aliento.


Aún no lo ha entendido. No sé quien está más ciego. Da igual quién me envíe. No se llevarán el dinero. No lo habrían conseguido sin mí. Me pertenece.

Vuelvo a sentarme a la mesa para terminar mi comida. Después limpiaré todo y me desharé del cuerpo. No tendré tiempo de echarme la siesta.

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