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  • Foto del escritorS.D.Esteban

Psicópata

Hoy he seguido a una mujer. Estaba sentada enfrente de mí en el metro, leyendo. El vagón, atiborrado de gente, olía en exceso a sudor, pero ella parecía no darse cuenta. Inmersa en su lectura, pasaba las páginas como si los demás no existiéramos. Eso me ha molestado. Me irritaba su nivel de abstracción para con el mundo; este mundo de mierda que nos ha tocado vivir y que, sin embargo, a ella parecía no afectarle en absoluto.

Le he mirado de forma insistente durante unos minutos para intentar que sacara la cabeza de su libro. Lo he logrado, aunque tan solo durante unas décimas de segundo. Me ha mirado y ha vuelto después a sumergirse en la lectura, como si yo y el resto de los pasajeros fuésemos una mota en el aire que respira mientras lee.

Yo tenía que bajarme en la estación de Urquinaona para ir a trabajar, pero no lo he hecho. Ella ha seguido con su lectura hasta Bogatell. Al escuchar el anuncio de su parada ha introducido el libro en su bolso, se ha levantado y se ha aferrado a la barra junto a la puerta. Yo he permanecido en mi asiento. No quería que se diera cuenta de que mi intención era seguirla. No en ese momento.

Ella ha salido del vagón con prisas. Sujetaba un abrigo marrón en su brazo. Antes de salir a la calle se he detenido un instante para ponérselo y ha mirado hacia atrás. Yo me he acercado a la máquina de tiquets y he simulado sacar un bono mientras ella se ponía el abrigo y me observaba. He intuido extrañeza e incomodidad en sus ojos y eso me ha provocado placer. Por fin veía el mundo más allá de su libro.

Hemos salido a la calle y aún no había amanecido. La he seguido a cierta distancia. Ella miraba inquieta hacia atrás con disimulo de vez en cuando. En un momento dado, se ha parado delante de un escaparate para que yo le adelantara y dejara de seguirla. No le ha salido bien la jugada. Yo no tenía ninguna intención de facilitarle las cosas. Ambos sabíamos que la seguía, así que no me he sentido en la obligación de disimular. He esperado pacientemente a que continuara su camino y he seguido sus pasos. Ella ha aligerado la marcha visiblemente nerviosa. Yo también. Ha girado por una esquina. Yo también. Ha cruzado por la calle con el semáforo en rojo y un coche ha tenido que disminuir la velocidad para no atropellarla. El conductor le ha pitado enfurecido. Yo he cruzado la calle tras el coche. Ambos hemos seguido andando a paso ligero hasta un edificio de oficinas. En la puerta, ella ha sacado presurosa las llaves del bolso y se le han caído al suelo. Las ha recogido y al introducirlas en la cerradura yo ya estaba allí. Se ha apartado a un lado y me ha mirado horrorizada, con la cara blanca y sudorosa. Me ha gritado, molesta:

—¿Por qué me sigue? ¿Qué es lo que quiere?

La he observado unos segundos y he contestado:

—Perdone señora, pero yo trabajo aquí.

Ella ha arrugado los ojos.

Un hombre con traje ha llegado en ese momento y se ha dirigido a la zona de ascensores. Ha presionado el botón. Ella se ha colocado a su lado. Yo estaba un poco más atrás y simulaba que tecleaba un mensaje en el móvil cuando el ascensor ha llegado. El hombre del traje y ella se han introducido en él. Yo he permanecido inmóvil. Sin embargo, antes de que el elevador cerrara sus puertas la he mirado a la cara. Ella me estaba observando. Sabe que no trabajo aquí. Sabe que la he seguido intencionadamente. Sabe que no será la última vez que nos veamos.

Eso me gusta. Me gusta que se preocupe por algo más que su maldito libro.

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