Pensaba que cambiándose de casa no me iba a llevar consigo, que al variar su ubicación solucionarÃa el problema. ¡Qué inocente para ser tan viejo! A mà no me abandona nadie.
Aún no se habÃa acostumbrado a su solitaria y tranquila casa de campo cuando ya estaba pendiente de todo lo que sucedÃa alrededor: los coches que pasaban, los vecinos que hablaban, los perros que ladraban, los pájaros que piaban...
Consideró que cerrando puertas y ventanas serÃa más fácil desembarazarse de mÃ, alejarme de su lado, negar mi existencia, como el niño que borra una letra que le ha salido mal cuando está aprendiendo a escribir. Se equivocaba de nuevo. Eso solo me colocó más cerca.
Me encantaba volverle loco, acercarme con sigilo y recordarle mi presencia: el tic tac de un reloj, el run run de la nevera, el ulular del viento a través de las ventanas… Evidenciaba que seguÃa en pie, que yo soy más fuerte, que aún estábamos en el ring.
Lo intentó con todas sus fuerzas. Se rodeó de alfombras, cambió el reloj y la nevera, puso ventanas nuevas,… Sin embargo, yo no me rindo. No me dejarÃa arrinconar contra las cuerdas. Seguà golpeando. Sin tregua; sin descanso.
Una noche en la que él no podÃa dormir me colé en su cuarto, tras el crujido de sus muebles viejos, en el frufrú de su cortina. Y fui acercándome más cada vez.
Ataqué y me instalé cómodamente en su mente, en el silbido del aire que entraba y salÃa de sus pulmones, en el latido de su corazón.
Sin embargo, su reacción me pilló desprevenido. Los humanos siempre me sorprenden. Solo era un juego, no tenÃa por qué acabar asÃ.
Se podrÃa decir que él ganó la batalla: me echó de su casa, de su cuerpo, de su mente. Se quedó en silencio, al fin. ¿Valió la pena lo perdido? Él debió pensar que sÃ.
Ahora vago en busca de nuevo adversario. Un combatiente al que la lucha no desgaste. Un púgil que me odie y que, sin embargo, me busque para vivir. Un contrincante que, en lugar de tirar la toalla, me devuelva los golpes.
¿Te atreves? ¿Te subes tú al ring?